Arturo Cano
Foto: La Jornada
La Jornada Maya

Ciudad de México
Domingo 2 de diciembre, 2018

Cinco o seis diputadas del PRI intentaron el homenaje póstumo. “¡Enrique, Enrique!”, gritaron. Peña Nieto, el fallido salvador de México, se hizo meme en cinco segundos. Su cara decía que no estaba para pliegos de mortaja –Carlos Hank dixit–, porque lo suyo era la mirada de angustia, la desesperación gestual, un ya-me-quiero-largar que daba pena.

Los críticos de Andrés Manuel López Obrador y de sus defensores en el debate público pueden juzgar los grados de dificultad de las maromas. Pero el campeón en el deporte de tragar sapos, en su despedida, fue el hijo predilecto de Atlacomulco.

López Obrador le agradeció en dos líneas no haber metido mano en la elección. Corrida la cortesía, equivalente al típico “con todo respeto” mexicano que antecede a la golpiza, Peña Nieto, los miembros de sus gabinete y la clase política priísta –o lo que de ella pudo llegar al Congreso– aguantaron con disciplina digna de los mejores tiempos del presidencialismo el juicio de un régimen que se desvanece sin la suavidad de las palmaditas que el Niño Verde da en la espalda a Enrique Ochoa Reza, uno de los últimos gerentes del PRI.

Los panistas y los perredistas se hermanaron con banderitas en sus curules. Los priístas fueron los convidados de palo, los que escucharon sin pestañear al nuevo presidente de la República y su juicio sobre 36 años de neoliberalismo, periodo que culmina con el fracaso de un modelo económico y, se arrancó López Obrador, en el cual predominó “la más inmunda corrupción pública y privada”.

Y más: “Nada ha dañado más a México que la deshonestidad de los gobernantes y de la pequeña minoría que ha lucrado con el influyentismo”.

Los priístas eran los convidados de palo. Los panistas callaban sobre Cuba –en todo caso, en su lógica, la hermana mayor del desastre venezolano- y pegaban con cinta canela una manta con la foto de Nicolás Maduro: “No eres bienvenido”.

Apenas pasada la elección, Tulio Hernández, un intelectual venezolano en el exilio –salió de su país tras una amenazas directas de Maduro– caminaba por estas tierras y miraba las primeras decisiones de López Obrador. Decía que las noticias “chocan con la atmósfera apocalíptica creada en las redes por gente de bien de la oposición venezolana que casi me hacen creer que México estaba al borde del colapso”.

Qué le hace. Por así convenir a los intereses de un partido al borde del colapso, los panistas dirigieron sus baterías al repudio a la presencia de Maduro en la toma de posesión y, en los días previos, llegaron al punto de sacar, en el recinto de San Lázaro, una imagen de López Obrador disfrazado de Hugo Chávez.

López Obrador no quiso recordarles su anterior visita a San Lázaro, 13 años y siete meses atrás. Porque fue aquí que, antes de ser sometido al desafuero, se dirigió así a los legisladores del PRI y el PAN: “Con sinceridad les digo que no espero de ustedes una votación mayoritaria en contra del desafuero. No soy ingenuo. Ustedes ya recibieron la orden de los jefes de sus partidos y van a actuar por consigna, aunque se hagan llamar representantes populares. Ustedes me van a juzgar, pero no olviden que todavía falta que a ustedes y a mí nos juzgue la historia. ¡Viva la dignidad!”

El larguísimo periodo de transición dejó poco espacio para que López Obrador expusiera temas nuevos. Lo suyo fue el juicio a un modelo económico y sus “personeros”, la reiteración de que la “Cuarta Transformación” es en esencia el fin de la corrupción y una reiteración de proyectos y promesas que ha ido hilvanando a lo largo de cinco meses.

Apenas se refirió a su apuesta por el perdón cuando Emilio Álvarez Icaza y Gustavo Madero retomaron en carteles las demandas de las víctimas y se plantaron bajo la tribuna.

López Obrador los vio, igual que oyó los gritos de la bancada del PAN, pero no se salió de sus líneas salvo cuando los panistas mostraron los carteles que demandaban la reducción de los precios de las gasolinas. “Ahora resulta…”, les dijo, en referencia a la votación del PRI y el PAN que condujo al aumento sostenido de los precios de los combustibles.

“No habría juzgados ni cárceles suficientes, y lo más delicado, lo más serio, meteríamos al país en una dinámica de fractura, conflicto y confrontación, y ello nos llevaría a consumir tiempo, energía y recursos que necesitamos para … la construcción de una nueva patria, la reactivación económica y la pacificación del país”, decía López Obrador, y los panistas le respondían -mundo al revés- con el ya célebre conteo que va del 1 al 43 en referencia a los muchachos de Ayotzinapa.

Incluso ellos, sin embargo, aplaudieron cuando el flamante presidente reiteró que este mismo día se instalaría la comisión que se encargará de encarar ese doloroso tema.

El largo discurso de López Obrador ganó gritos en contra de quienes ahora están en minoría y aplausos cada vez que se refirió a terminar con males que hereda: la “mal llamada reforma educativa”, la crisis de salud pública, los salarios miserables, los migrantes como principal fuente de ingresos del país, la tragedia de los damnificados por los sismos, y un largo etcétera.

Entre los invitados especiales estaba el guerrerense Lucas Benítez, dirigente de los jornaleros del jitomate en Florida que ha vencido a los gigantes de la comida rápida en Estados Unidos. Se dijo emocionado de vivir este día y sólo lamentó que en el restaurante que su esposa administra en el otro lado, nadie pidió de comer hasta que terminaron de escuchar el discurso del nuevo presidente de México.


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