Blanche Petrich
La Jornada Maya

Ciudad de México
Domingo 2 de diciembre, 2018

Purificado por el incienso, protegido contra "las malas vibras" por amuletos consagrados, fortalecido por las invocaciones a los vientos de los cuatro puntos cardinales y ungido con bastones de mando de varios pueblos indígenas, Andrés Manuel López Obrador, que ya portaba en el pecho la banda presidencial, encontró la manera de interpretar el sentido de una sincrética ceremonia de investidura, donde los actores ya no fueron los políticos, sino el pueblo raso: "vamos a construir una modernidad forjada desde abajo y para todos".

Una modernidad que en su primer día de ejercicio del poder puso a los pueblos indígenas ya no como ornato ni folclor. Fueron ellos, los originarios, quienes otorgaron los símbolos de la autoridad al hombre que los aceptó inclinando la cabeza.

La multitud que inundó el Zócalo hasta sus últimos rincones siguió e hizo masivo el ritual; la gente se arrodilló cuando el Presidente, con aire solemne y respetuoso, se arrodilló siguiendo la orientación del chamán oficiante. Todos levantaron las palmas de las manos hacia el este, la casa de la luz, "para que la oscuridad se disipe"; hacia el oeste, la casa de las mujeres guerreras. Giraron hacia el norte (de hecho hacia la Catedral, el templo católico que se erigió sobre otros templos donde, por lo visto, los antiguos dioses nunca callaron del todo), la casa de los abuelos y la memoria, y hacia el sur, la casa de la vida y el lugar de la medicina.

[b]Hincado, recibió un crucifijo[/b]

López Obrador cerraba los ojos y aspiraba profundo el suave copal, los brazos firmes a los costados. Para recibir un "objeto consagrado" se hincó al lado del hombre que se lo ofrecía llorando a lágrima viva. Era un sencillo crucifijo de madera revestido con diversos atributos. Antes de volverse a poner de pie, el Presidente puso su mano sobre el hombro del que sollozaba, para consolarlo.

Y finalmente, en ese magnífico templete que los alfombreros de Huamantla decoraron con un cromático diseño hecho con 40 mil hojas de maíz, el famoso totomoxtle de los tamales, Julio Longinos, mixteco de Ayutla de los Libres, Guerrero, le entregó el primer bastón de mando que recibió la tarde de ayer. Esos bastones que en los pueblos otorgan autoridad y responsabilidad a quien los recibe, serán "la fuerza de nuestro Presidente", explicaba antes el huehuetlaca (curandero) de Huayacocotla, norte de Veracruz. "Y con esa fortaleza siempre va a poder ir adelante, sin titubeos, para nosotros los pueblos indígenas".

López Obrador, frente al Zócalo repleto y esta vez silencioso, con la multitud hechizada por la magia de la ceremonia indígena, regresaba a su cancha: un espacio que fue durante 18 largos años el cuadrilátero donde libró decenas de rounds con las fuerzas políticas que se le opusieron con todas las herramientas, legales o no, para cerrarle el paso a la Presidencia.

Pero hoy "llegó la hora", decía la chamana que movía el incensario en torno al mandatario. "Ya es realidad lo que nos dijo, cuando fue a vernos a nuestros lugares y nos conmovió el corazón". Pausa: “…siempre y cuando nos tome en cuenta siempre para sus planes en estos seis años”.

Y el oficiante mayor expresó un deseo. "Empecemos todos este sexenio con un pensamiento positivo, un pensamiento de reconciliación".

Inspirado por las invocaciones, las bendiciones y los cariñosos abrazos, López Obrador tomó un segundo aire, y después del largo y detallado discurso inaugural en la Cámara de Diputados, frente a la multitud que bebía sus palabras, volvió a pronunciar un discurso largo y tendido, suma de los ideales del AMLO de los primeros años de lucha, del de "por el bien de todos, primero los pobres", donde habló de becas, de 100 universidades nuevas y gratuitas, de un sistema de salud "como en los países nórdicos", de los niños pobres con alguna discapacidad que tendrán pensiones como las de los adultos mayores. Su carta fuerte: la política con fuerte acento social, en un discurso para sus más leales. Ya vendrán los días cuando su pragmatismo entre en fricción con el dibujo que hizo ayer aquí de la nación benévola.

Ayer, primer día de su sexenio, fue también el primer día de un estilo sin teleprónter, sin rígidos protocolos controlados por vallas y filtros de seguridad, sin Estado Mayor bloqueando cada paso. Este día, además de colmar las esperanzas de 30 millones de electores, parece inaugurar un nuevo ánimo de espontaneidad que nunca asomó en los rituales de la presidencia peñanietista.

“Ahora que venía yo para acá –decía López Obrador ya en el cierre de su discurso en la Cámara de Diputados–, me alcanzó un muchacho en su bicicleta y me dijo: ‘no tienes derecho a fallar’”.

Deleitados, los congregados en el Zócalo, que seguían en las pantallas gigantes el acto de investidura oficial, y que eran el núcleo duro del lopezobradorismo, ya se sabían lo que seguía. Y juntos corearon el estribillo: "yo no les voy a fallar".


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