Juan Manuel Contreras
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Miércoles 12 de diciembre, 2018

La religiosidad popular tomó las calles del céntrico barrio de San Cristóbal, en la víspera de la conmemoración del encuentro entre la virgen de Guadalupe y el indígena Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Alrededor 4 mil guadalupanos inundaron las inmediaciones de la iglesia que lleva el nombre de la deidad católica. En su mayoría eran cuadrillas de antorchistas.

Fue en el transcurso de la tarde del martes cuando las antorchas de los feligreses comenzaron a surcar los cielos emeritenses. Ellos recorren grandes distancias a manera de sacrificio en agradecimiento a su patrona -a quien llaman la Emperatriz de América- por los bienes del año saliente; y la incertidumbre del que está por llegar.

Al transitar sobre la calle 50 y aproximarse a la multitud, puede percibirse una atmósfera cargada de cierto misticismo. En camionetas, bicicletas y a pie, los peregrinos entonan cánticos marianos, al tiempo que cargan la sincrética imagen de la virgen en las espaldas y celebran la llegada a la tierra prometida: el Santuario Guadalupano.

“¡Qué viva la virgen María!, ¡Sí se pudo!” exclama un contingente de antorchistas eufóricos que ha marchado desde Halachó, por el cumplimiento del compromiso sagrado. Únicamente los ánimos que se dan unos a otros fungen como el combustible que los ha traído hasta la capital yucateca. La fe que profesan es el motor.

Los vehículos que los apoyan durante su recorrido lucen los colores de la bandera mexicana. La música que emana sus altavoces se entrelaza y pierde el sentido, mientras en una especie de trance, los caminantes se felicitan entre sí, algunos lloran de júbilo; y otros no pierden la oportunidad de sacarse una [i]selfie[/i] de victoria.

Predomina la presencia masculina entre quienes marchan en busca de perdón y misericordia, sin embargo, hay de todo. Algunos antorchistas son tan pequeños que la playera que les proporcionaron les queda similar a la túnica que Juan Diego portaba el día de su encuentro con la virgen, según la literatura eclesiástica.

Las cumbias de Melchor y sus teclados a un costado de la iglesia contrastan con la misa que el párroco oficia en su interior. El templo de Nuestra Señora de Guadalupe está a reventar, como pocas veces en el año y en su exterior se ha instalado una feria. Arte sacro, playeras y antojitos mexicanos dan un singular toque patriotismo a la escena.

Pasan las 11 de la noche y los rostros agolpan las tensiones. Algunos infantes ya desfallecen tras la larga jornada; cuando llega su padre a apaciguarlos con la repartición de Coca-Cola y chicharrones con salsa Valentina, “es para que aguanten hasta las 12”, explica, ya que a esa hora todos cantarán al unísono las tradicionales [i]Mañanitas[/i].

Minutos antes de la medianoche, los creyentes -en apariencia- han dejado a un lado el rigor sacramental y platican de cosas menos trascendentales propias del contexto que comparten íntimamente en sus respectivas comunidades. Una vez que el reloj marca las doce, las campanas de la iglesia repican igual número de veces y los fuegos artificiales se elevan con estruendo.

En el zenit de la situación, la devoción por la [i]Morenita[/i] del Tepeyac estalla a flor de piel. La algarabía se apodera de los 4 mil guadalupanos y todos celebran juntos; aunque en San Cristóbal, no todo es miel sobre hojuelas. En la esquina de la calle 69 está Tomás, quien llegó con la caravana de Chicxulub pueblo y llora desconsolado por su perro, quien suele escaparse de la casa cada vez que emplean pirotecnia en las fiestas patronales de su localidad.


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