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La Jornada Maya
Foto: La Jornada

Viernes 14 de diciembre, 2018

La primera vez que visité Los Pinos fue en 1986, como parte de la visita de los alumnos de la venerable Ruta Hidalgo, ese extinto concurso de aprovechamiento académico en la educación primaria que -cuando se ganaba- te daba derecho a una foto con el Presidente de la República y un recorrido por el país.

Era equivalente a ser invitado a visitar al Huey Tlatoani en el Templo Mayor, era tener acceso a lo cuasi divino. Desde días antes uno verificaba la vestimenta: había que estrenar camisa y, si se podía, hasta zapatos. Uno iba a contemplar la Ciudad Prohibida del poder en México, una ciudadela vedada para los ojos del ciudadano común; así que uno lucía lo mejor que podía y se purificaba con las recomendaciones de vecinos y maestros.

Visitas a Los Pinos eran sinónimo de complicación. Ser tratados como simples súbditos por la inmisericorde guardia pretoriana del Estado Mayor Presidencial. Busque la puerta que le toca. Ni se le ocurra salirse de la ruta que le corresponde. Usted quién es. Qué hace aquí. A qué viene. Identifíquese. Apague su celular. No se mueva.

Había que llegar a tiempo, sin importar quién fueras. Víctor Cervera, cuando era secretario de la Reforma Agraria, tenía en su oficina una motocicleta Harley Davidson para que, si el ocupante de Los Pinos lo llamaba, pudiera montarse con un intrépido chofer y escurrirse entre el tráfico. Cuando “El Preciso” convocaba, todos los demás eran súbditos en su tierra; así que a la moto, apretados en un pequeñísimo asiento y con la frente al Sol.

Ahora uno llega y le dicen “pase usted”. Nadie necesita identificación. Uno abre y cierra puertas. Los Pinos se muestran como lo que son: una caótica colección de oficinas sin estilo arquitectónico coherente, casas convertidas en salas de juntas y cabañas en cuartos de una ciudad ahora abandonada y despojada de sus ritos. Italo Calvino podría escribir un capítulo más de Las Ciudades invisibles especialmente dedicado a “la ciudad donde el poder se fue”.

Todos pasamos, temerosos unos y retadores otros. No nos la creemos. Es similar a recorrer la parte de atrás del escenario y el área de tramoyas de un teatro. Uno se da cuenta que no hay magia, que no hay un vórtice hacia otra dimensión. ¿Cómo va a gobernar el tlatoani sin su templo del misterio? Uno se angustia. Imaginemos que de pronto nos dijeran que el Cerro del Tepeyac es un cerro más y que el lienzo de la Virgen es sólo un trozo de tela.

Hay nuevos ritos, ya no los del poder. Ritos de cobro de afrentas y apropiación entre los visitantes. Casi todos somos morenos, para empezar. Una quinceañera aprovecha los jardines para sus fotos. Es buena idea. La verdad es que el lugar está soñado para las fotos de una boda o la piñata de un niño. Todos posan frente a las flores de papel de la entrada, como diciendo “ya vine, sí es real”.

Al fondo, una parejita en uniforme de secundaria se ve misteriosa y escurridiza. Ellos están buscando un lugar propicio para sus ritos de iniciación adolescente: manos y labios clandestinos.

Ya veremos -dice uno de los visitantes- cuál rincón de Los Pinos será “el jardín del pulpo”. Sí, ese lugarcito donde las parejas rapazuelas conviertan sus manos en tentáculos. ¿Quiénes se habrán llevado ese primicia?, ¿quiénes habrán sido la primera pareja en aventarse un faje en los jardines presidenciales? Deberían subir sus fotos a Instagram o Facebook. Esa sí es una anécdota digna de documentarse, una medalla para presumir en el salón de secundaria. Alguna magia queda en el lugar.

*El papel arde a los 233 grados centígrados, tal como lo hace en la inmortal novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451.

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