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Felipe Escalante Tió
Foto: arteyculturaenrebeldia.com
La Jornada Maya

Viernes 25 de enero, 2019

“Sé que te conozco de algún lado. ¿Fuiste mi alumno?”, fue lo que me preguntó Ligia Cámara Blum, la noche de algún lunes de septiembre de 1994. Era el inicio de un taller de jazz que formó parte del proyecto de la escuela de música Johann Sebastian Bach, en Mérida. Por alguna razón parecía que habíamos coincidido antes, pero nunca pudimos comprobar que así fue. Ahora pienso que la razón es que ella era santiaguera, como mi abuelo y mi padre.

Aquel proyecto pretendía elevar el nivel de la apreciación musical en el estado, y también el de los músicos. Como experimento debió funcionar en el mediano plazo, pero entre la crisis desatada en diciembre de ese mismo año y las contradicciones propias del grupo, como que los participantes éramos más melómanos que ejecutantes y quienes conducían se habían hecho mucho más en la práctica que en la formalidad -la propia Ligia era lírica –el taller concluyó poco después de la Semana Santa de 1995.

Por aquellos meses, Armando Martín Briceño me decía airado que el curso estaba destinado al fracaso y él sabía mucho más de jazz que Ligia Cámara. No lo dudo; El Negro está clasificado, desde esa época, entre los mejores guitarristas de México; pero a sus 19 años estaba muy poco dispuesto a enseñar. En cambio, Ligia tenía una trayectoria de varios años como maestra, y especialmente de preescolar, lo que hacía que sus clases y los intentos por evitar los “tonos de peluquero” fueran mucho más agradables.

El optimismo que impulsó aquel taller duró poco, no así el aprendizaje. Tal vez muchos no mejoramos la técnica, pero sí aprendimos a escuchar más, y varios comenzamos a buscar algo novedoso para los oídos. Por Ligia nos llegaron Dave Brubeck y conceptos como “armonía oscura”, también fue ocasión para (re)descubrir a Duke Ellington o al Modern Jazz Quartet. Con todo y crisis, nos presumíamos los hallazgos realizados en el segundo local de Rocketerías en Plaza Fiesta, especializado en música clásica y jazz, o más bien todo lo que no caía en la moda.

A Ligia la veíamos y escuchábamos entonces en el restaurante Santa Lucía, acompañada de su fiel Rolando. En alguna ocasión tuvimos el privilegio de que coincidiera con Zuleika Díaz, y la velada fue mucho más que música; aquello era arte. A finales de los noventa supimos que había grabado un disco con composiciones del abogado Pedro Sierra, del cual se escuchó, en los círculos de los promotores culturales, la canción [i]Dos palmas cubanas[/i].

Sin duda Ligia Cámara era querida por el público yucateco. El hecho de que Wilberth Herrera haya hecho un títere ([i]Ligia Recámara[/i]) que aparecía en el escenario también con un piano eléctrico llamado Rolando fue uno de los mayores homenajes que se le hizo en vida. Cuando murió en 2013, no sólo su casa se quedó vacía; también se hizo una ausencia entre los divulgadores de la música.

Habrá quien considere que sus cenizas no deben estar en el Monumento a los Creadores de la Canción Yucateca, a donde fueron trasladadas la semana pasada. Siendo puristas, su obra está un tanto alejada de la trova. De mi parte, Ligia merece estar en un nicho particular como creadora de públicos para el jazz, un género descuidado por las instituciones; tomemos en cuenta que la Universidad Veracruzana no sólo tiene una orquesta sinfónica y un ballet folclórico, ambos de excelente nivel; también promueve un grupo de jazz. Ahora bien, considero que todo homenaje para Ligia Cámara es bien merecido. A fin de cuentas, posee un nicho en el corazón de todos los que alguna vez la escuchamos.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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