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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Martes 19 de febrero, 2019

Quizá sea un asunto estrictamente semántico, pero lo cierto es que, con la anatematización de las organizaciones de la sociedad civil, y lo que parece ser la descalificación de académicos y expertos, el tema de la conservación de los recursos naturales parece enfrentar una crisis genuinamente severa. Me explico: Por un lado, personajes como el actual titular del Fonatur sostienen que la conservación del patrimonio natural es un lujo de países ricos; y por otra parte, los recursos destinados a nivel federal para la conservación de los ecosistemas cae consistentemente. Parece entonces que la apuesta es por “transformar, no conservar”, porque conservar es retrógrado.

Ahí está el error. Lo cierto es que hay aproximaciones a la conservación de los ecosistemas que son, en el léxico del señor Presiente, conservadoras. Pero hay otras (las más, las buenas) que son progresistas, revolucionarias y que dibujan un futuro de apropiación del paisaje que beneficia, ante todo, a las comunidades que lo habitan y lo usufructúan. Sin pretender discutir quiénes son los “buenos y los malos” en este concierto, lo que quiero hacer en estos párrafos es dejar sentadas algunas ideas que campean por el propósito fundamental de conservar el patrimonio nacional de nuestro país, y algunos lineamientos de política pública que pueden contribuir a satisfacer este propósito.

Independientemente del hecho de que como nación –y como Estado– hemos signado diversos acuerdos internacionales que nos obligan (al menos moralmente) a cubrir con compromisos de conservación que interesan a superficies importantes de nuestro territorio, entendemos que la conservación de los ecosistemas en los que acontece el quehacer de nuestras comunidades permite que estas mismas comunidades se desarrollen y generen condiciones razonablemente aceptables de calidad de vida. Dicho de otra manera, no hay chicleros, ni productores de miel, ni extractores de maderas tropicales, si no hay una selva saludable. Cambiar la condición de paisaje de estas comunidades, y transformarlas en paisajes industriales, o ganaderos, o productores de aceite de palma, o de algún otro monocultivo, no resulta admisible; ni cultural, ni ecológicamente.

Parece, sin embargo, que la apuesta gira alrededor de imponer modelos de desarrollo ajenos a la historia, cultura y aspiraciones de las comunidades mayas, como si solamente los modelos de desarrollo de la convención occidental pudiesen generar mejores condiciones de calidad de vida. Nuestros pueblos, aficionados desde hace décadas a un clientelismo vergonzante y reductivista, aceptan toda dádiva, cualquier subsidio, como si fuera un camino al desarrollo… y continúan en la pobreza. Una real transformación tendría que consistir en asumir que las comunidades rurales del trópico nacional determinaran cuál es el uso que quieren hacer de sus paisajes (como quieren construirlos), y apoyar sus esfuerzos dirigidos en este sentido.

Al parecer, los mayas no pretenden ser prestadores de servicios turísticos masivos, ni cultivadores de palma de aceite, caña de azúcar, o guanábanas (en tanto que monocultivos). Forzarlos a ello, sin consulta previa, libre e informada, es condenarlos a un modelo de desarrollo impuesto desde la gran Tenochtitlán. Es, dicho de alguna manera, una suerte de neo imperialismo. ¿Por qué no, antes de diseñar grandiosos trenes o programas de plantaciones forestales y frutales, preguntar qué es lo que quieren producir, o qué servicios quieren brindar? Lo cierto es que no hay tanta prisa, lo que hay es, en efecto, una esperanza de transformación de fondo.

Debiéramos pensar en una suerte de “pausa democrática”, en la que las comunidades de los pueblos originarios del país pudieran reclamar el paisaje al que aspiran. Estoy seguro de que no es uno solo, ni homogéneo. Es diverso y complejo. Es mexicano.


[i]Mérida, Yucatán[/i]
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