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Rafael Robles de Benito
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Martes 12 de marzo, 2019

Nuestros mejores esfuerzos por combatir la deforestación y la degradación de las selvas tropicales están continuamente amenazados. Las presiones generadas por las actividades propias del desarrollo agropecuario convencional crecen a grandes trancos y despiertan apetitos ávidos de más dinero, aún entre comunidades indígenas tradicionalmente comprometidas con la conservación de sus bosques. Las voces que claman por la protección de los remanentes de selva en buen estado (casi nunca prístino), por el uso sustentable y pleno de buenas prácticas forestales, agroforestales y silvopastoriles, o por la restauración de espacios degradados o deforestados, son cada vez menos, a la par que más débiles y poco convincentes.

[b]Menonitas en Campeche[/b]

Los ejemplos abundan, y aquí les propongo varios, recientes y preocupantes. En Hopelchén, Campeche, un grupo de ejidatarios –no todos, hay que decirlo– responden a los ofrecimientos de una comunidad de menonitas, y aceptan el derribo de más de siete mil hectáreas de selvas medianas para transformarlas en tierras agrícolas mecanizadas, en un esquema que parece ser de arrendamiento por un tiempo limitado, aunque nadie aclara qué pasaría después. Un compadre me ha dicho que no debemos “etnificar” los conflictos agrarios y forestales, pero lo cierto es que, como en este caso, y como lo ocurrido en el ejido de Bacalar, Quintana Roo, hace un par de años, no puedo sino pensar que en el caso de las comunidades menonitas, el Estado mexicano enfrenta un grupo social –muy eficaz y trabajador, sin duda– que ignora olímpicamente las leyes del país y pone por encima sus intereses particulares y de grupo. Lamentablemente esto suele suceder a ojos vistas de las autoridades, y ocasionalmente, con la connivencia de algunas dependencias gubernamentales o empresas paraestatales, como cuando en Bacalar la Conagua les autorizó la apertura de pozos en lo que fueran terrenos forestales, y la CFE les dotó de energía eléctrica.

[b]ONGs defensoras de indígenas[/b]

Un par de ejemplos de Quintana Roo: grupos de ejidatarios, “asesorados” por organizaciones no gubernamentales, supuestamente celosas defensoras de los derechos indígenas, promovieron recursos para evitar que se decretara una área protegida estatal que cubría parte de sus tierras, enarbolando la bandera de la consulta a las comunidades. Algo muy parecido ha pasado en el municipio de Dziuché, donde ejidatarios, también aconsejados por una ONG se ampararon contra la operación del área protegida que debería contribuir a la conservación de la laguna de Chichankanab y las áreas forestales que la rodean. Nadie ha podido explicar qué ganan los dueños de la tierra con estas acciones, como no sea dejar de buscar fórmulas sustentables para aprovechar sus riquezas naturales, sin modificar su carácter forestal, a cambio de venderlas o rentarlas a representantes de otros intereses que seguramente pretenderán dedicarlas a actividades que implican su deforestación.

[b]Palma de aceite[/b]

Hace una semana hablaba de la ganadería, de modo que no voy a profundizar más en ese tema, pero hay otros motores de deforestación que avanzan rápida y obcecadamente (una manera pedante de decir “voy derecho y no me quito”). Uno es el crecimiento de los monocultivos de palma de aceite, que en Guatemala y en Chiapas han significado la pérdida de miles de hectáreas de selva para que podamos comer nutela y papas fritas, y para que algunas aerolíneas presuman sellos “verdes” porque usan biocombustibles. Las ganas de incrementar la superficie cubierta por palma de aceite continúan y contagian ya al estado de Campeche. Parecen no importar los costos que este modelo de desarrollo tiene desde el punto de vista del incremento en los efectos del cambio climático global, la pérdida de la biodiversidad y la pérdida también de servicios ambientales diversos. Incluso, hay quienes pretenden argumentar que las plantaciones de palma africana son más eficaces para capturar carbono. Francamente, tengo mis dudas.

También habrá que hablar del crecimiento de la superficie dedicada al cultivo de la caña de azúcar, o de la piña, o del aguacate en Michoacán y Jalisco, pero creo que el punto ha quedado lo suficientemente claro. Lo que debo añadir es que no todo gira alrededor de los intereses de agronegocios, de las diferencias culturales y jurídicas con culturas inmigrantes que no alcanzan a asimilarse del todo a nuestro aparato social, o de las demandas de ejidatarios y los intereses de organizaciones no gubernamentales, que no siempre resultan del todo claros o explicables.

Otros actores que resultan determinantes en estos procesos son las autoridades y dependencias gubernamentales que parecen impedidas para trabajar con un nivel de coordinación mínimamente coherente: una Profepa incapaz de sancionar (por insuficiencia de recursos o por debilidad de atribuciones y facultades), una Comisión Nacional Forestal que no resulta garante de que se cumpla el criterio de que los terrenos de vocación preferentemente forestal no se pueden fraccionar o enajenar, una Semarnat que suele ser omisa en materia de procedimientos de impacto ambiental, una Secretaría de Desarrollo Rural que actúa a contrasentido de las políticas de conservación del patrimonio natural y combate al cambio climático, y un largo etcétera que no exime a los organismos de los gobiernos estatales de participar en este merequetengue.

¿Será de verdad tan complicado sentarse alrededor de una mesa a proponer políticas públicas de carácter transversal que pongan por delante los intereses de la nación y asuman honrar los compromisos que el país ha hecho en materia de conservación y cambio climático a nivel global?, ¿será del todo imposible hacerlo de manera que toda política del estado mexicano responda a salvaguardas que garanticen el respeto a los derechos de las comunidades indígenas (dueñas y habitantes buena parte de los bosques y selvas del país)?, ¿será tan complicado diseñar mecanismos y protocolos de consulta capaces de asegurar que las comunidades indígenas sepan de los planes programas y proyectos de desarrollo que incidan en su territorio, de tal manera que realmente puedan ofrecer su consentimiento previo, libre e informado? La secretaria Olga Sánchez ofrece promover una ley en este sentido. Ojalá resulte un paso en la dirección correcta, porque de otra manera, los bosques y selvas de nuestro país, con sus habitantes, continuarán copados por motores de deforestación hasta que se pierdan por completo y México tenga que reconocer, con vergüenza, su capacidad de proteger su patrimonio natural y contribuir a evitar que la temperatura global ascienda más de 1.5 grados centígrados en 2030.

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