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*Yesid Contreras Beltrán
Ilustración: Netflix
La Jornada Maya

Lunes 18 de marzo, 2019

La literatura y la cinematografía tienen muchos vínculos. Las letras han dotado de argumentos y tramas al arte de las imágenes. Cuando se trata de novelas (o cuentos) de trascendencia universal, los lectores acérrimos se resisten a la idea de ver en imágenes tangibles los imaginarios literarios. La noticia de que [i]Cien años de soledad[/i], una de las grandes obras de la literatura universal, será producida por Netflix, arrolladora empresa de series, nos debe llenar de sobresalto por diversas razones.

La primera, porque el autor, Gabriel García Márquez, se opuso a llevar su magna obra a la pantalla, consciente de la transgresión de los valores de la novela como expresión literaria. “Mi deseo es que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante las letras que yo escribo para ellos, de modo que ellos se imaginen a los personajes como quieran y no con la cara prestada de un actor en la pantalla”, afirmó en un artículo. En los años 70, rechazó la oferta de un millón de dólares hecha por Anthony Quinn para llevar su obra cumbre a la pantalla. En contraste, Gabo demostró su afecto por la cinematografía, con sus guiones y con la fundación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba) en 1986.

[i]El amor en los tiempos del cólera[/i] fue filmada con limitados resultados estéticos y dejó mal sabor de boca a los lectores contumaces de la obra del Nobel. Por su ideario, Gabo ni siquiera pensó en la inmensa ganancia que podría reportarle una producción cinematográfica de su más famosa novela, porque su pensamiento se lo impedía y porque, además, no necesitaba más ingresos pecuniarios por los derechos de autor, como tampoco los necesitan sus herederos.

Las obras de arte se producen en general sin la impronta avasallante del interés mercantil. La literatura se escribe por placer o por necesidad estética, pero ninguna gran obra se hizo con el cálculo metalizado del autor. Ni siquiera en el siglo XX, cuando se impuso a la humanidad el monopolio de la ambición sobre cualquier valor, ningún artista de las letras creo sus obras maestras con ánimo de lucro. A lo sumo, los autores debieron insertarse en el circuito mercantil para obtener medios para su propia subsistencia, para facilitar su dedicación a escribir, y evitar la suerte de muchos genios de las letras -como Fiodor Dostoyevski en el siglo XIX-, que vivieron y murieron en la pobreza a pesar de su valioso aporte a la literatura universal.

En un mundo inmerso en la lógica del capital, es decir en la idea de la riqueza como objetivo de vida, las obras de arte se tratan como mercancías, como objetos de compra-venta que deben generar ganancias por su distribución entre grandes masas de consumidores. Así se producen los libros, como las películas, como los electrodomésticos, los vehículos, o los teléfonos celulares.

En la industria del cine que se desarrolló en el siglo XX, sobre todo el producido en el ámbito hollywoodense, el objetivo máximo era la recaudación de millones de dólares, primero para recuperar la inversión y luego para obtener ganancias millonarias. De tal modo, a comienzos de la centuria actual, los consorcios fabricaron productos bajo esa idea, con novela, película y objetos-fetiche incluidos, con la meta de obtener fabulosas ganancias.

En el caso de la literatura, la idea de bestseller es la homologación capitalista de cualquier industria, principio asumido por los monopolios editoriales. Vender libros en cantidades fabulosas, como lo hacen algunos autores mediocres, no es reflejo de calidad literaria y mucho menos de trascendencia universal. Una novela como Cien años de soledad, traducida a decenas de idiomas, con millones de ejemplares impresos, no necesita ponerse en valor con otro lenguaje, como el cinematográfico, so pena de perder en el camino su esencia como arte literario, como una de las grandes obras de todos los tiempos. Y mucho menos si detrás del traslado de las palabras a imágenes está mediado por el ánimo de obtener millonarias ganancias, con algunas migajas para los herederos del autor.

El cine tiene su propio lenguaje, la imagen tangible del mundo, y está sujeto a variables como los actores, el guión, la fotografía, la técnica, y la palabra suprema del director. La literatura tiene su materia prima exclusiva en la imaginación generada en cada lector a través de las palabras, del uso de un idioma. De tal modo, la imagen visual que nos proporciona la “grabación del mundo”, bien sea el cine, la televisión, o una simple cámara de teléfono celular, jamás podría reconstruir las imágenes literarias, por fidedignas que fuesen, cuyo valor estético está cimentado en el lenguaje escrito. La materia prima de uno y otro son diferentes en esencia y por ese hecho se deduce que el cine, aún el de grandes directores, tiene su propia impronta, sus propios medios estéticos de concreción.

La migración de las letras al lenguaje cinematográfico es posible, claro está, pero la obra literaria sirve de base a un nuevo lenguaje, el de las imágenes tangibles, tan distantes, cuyos alcances son intransferibles cuando se trata de las historias narradas sólo con palabras, característica inherente y exclusiva de la literatura. En este signo de los tiempos multimedia que vivimos, la letra y la lectura saldrán golpeadas y maltrechas. Los lectores asistiremos como espectadores al viacrucis que debe sufrir la palabra escrita ante el video, la literatura ante las series televisivas, las novelas ante el cine. El funeral de una gran obra literaria será asistido por su fragmentación, porque como anunció Gabo en vida: su realización completa duraría muchas horas, algo poco viable para una película como expresión artística.

[i]*Periodista y escritora.[/i]

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