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Katia Rejón
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Lunes 6 de mayo, 2019

Han pasado dos años desde que se publicó el libro [i]Las mujeres decentes de la 58[/i], editado por la Secretaría de Cultura y las Artes de Yucatán, un proyecto editorial y artístico de Christian H. Rasmussen, Elena Martínez Bolio y Gabriel Ramírez que buscó desmitificar el oficio de la prostitución a través del relato de las historias de las mujeres que trabajan en esa calle meridana.

Esta labor, sin embargo, comenzó antes, en el 2011, año en que se montó una exposición en el Macay con las historias de las mujeres, los bordados de Elena Martínez Bolio y los dibujos del pintor Gabriel Ramírez. Ambos están basados en retratos de desnudo que el autor realizó a las entrevistadas.

No voy a hablar de los méritos que tiene sacar un tema tabú de las conversaciones de pasillo y llevarlo a espacios artísticos; tampoco de la buena recepción que tuvo este proyecto, que derivó en una muestra dancística y dos exposiciones más en el país, una de ellas -por cierto- en un recinto católico. Esto lo han recogido otros articulistas en textos anteriores, como Jorge Cortés Ancona y Conchi León.

Me gustaría, sin embargo, recuperar esta discusión ahora que se ha usado una nueva lógica sobre el trabajo sexual particularmente, aunque no totalmente, de personas a favor de los derechos de las mujeres.

El Código Penal del Estado de Yucatán en su artículo 208 condena la trata de menores y la procuración, obligación o facilitación de la práctica de la prostitución y mendicidad con fines de explotación en menores de 18 años. Aunque en el capítulo 214 sanciona el lenocinio, es decir, mediar una relación amorosa y sexual entre dos personas; y trata de personas mayores de edad, todos los artículos consultados coinciden en que hay una vacío legal por el que la prostitución queda en el limbo, pues no está legislada todavía.

En algunos sectores, incluso más progresistas, la prostitución es vista como una forma de explotación misógina. Sin embargo, en las historias que cuenta este libro el orden es distinto: las historias de las mujeres inician con violencia sexual, abandono por parte del padre de sus hijos, falta de educación sexual y básica, entre otras condiciones que sí varían en cada historia. Para ellas, la violencia no empieza en la prostitución sino que ésta es una forma de “resolver” su vida, tras ser víctima de numerosas formas de violencia machista y de la pobreza.

De las 23 mujeres entrevistadas sólo hay una que no está ahí por sus hijos, ella fue engañada por su ex pareja para prostituirse. Una gran parte de las entrevistadas fue abusada sexualmente cuando eran niñas y vivieron en un entorno familiar violento y de escasos recursos. No tienen estudios para trabajar en otra cosa y en algunos casos pusieron negocios que finalmente quebraron.

Las drogas y el alcohol están presentes en las historias, pero no es un lugar común. Muchas no beben o dejaron de hacerlo antes de entrar al oficio, los hoteles no aceptan la entrada a borrachos o ellas mismas deciden no “dar el servicio” si el hombre está en esas condiciones. Tampoco lo hacen sin condón y están conscientes de los riesgos de su salud.

Las reflexiones que hacen sobre su trabajo sexual son muy interesantes: de otra forma, pero saben lo que ya decía Sor Juana Inés de la Cruz: …¿cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar? Ángela lo dice así: “Tú no puedes discriminar a una prostituta, porque una prostituta no viene a buscarte a tu casa, tú la vienes a buscar a ella. Si tú no vas, ella no va por ti. El hombre va a donde quiere ir”.

De cualquier forma, casi todas dicen que el trabajo es difícil y no una elección, como también se ha argumentado. “Ser sexoservidora es el peor trabajo que hay en la vida”, dice Devota en su entrevista. Pero es la única forma que ellas han encontrado -al menos hasta el momento de los relatos- para construirse una casita, pagar la colegiatura de sus hijos o de plano comer todos los días. Algunas coinciden en que su trabajo anterior era limpiar casas pero no les alcanzó para vivir y una amiga les recomendó la 58.

Es un trabajo peligroso también, aunque la mayoría dice que “aquí” no ha tenido problemas más allá de que no quieran pagar lo que se pactó o que se porten prepotentes. Serafina cuenta que en Veracruz, donde también ejercía la prostitución, una vez un señor la llevó a un monte para violarla y ella huyó. “Un señor estaba ordeñando una vaca. Yo le grité: Señor, ayúdeme, ayúdeme. Pero él solamente se rió diciendo: Parece que viniste a juntarte con un hombre, pero ya no te gustó. Se rió y siguió ordeñando su vaca”, relata.

Es muy fácil pensar que la prostitución no debería existir porque es otra forma de opresión sexual hacia la mujer. Pero luego lees la historia de una mujer que un día en el que no dio servicio, tuvo que irse del centro a su casa en Umán, caminando. Otra, que asegura haber dormido en una cueva, antes de encontrar el trabajo.

Con esto no quiero decir que la prostitución debe o no existir, porque en las historias queda claro que nunca es la primera opción para las mujeres. Más bien, considero que las prostitutas guardan historias contenidas de violencia grave que las han orillado a estar donde están. Hacer como que no existen o trazarles “una zona de tolerancia” es ignorar a víctimas de violencia. No por lo que son hoy, sino porque lo han sido toda la vida.

En cuanto a la publicación, considero necesaria su lectura para entender más sobre esta ciudad, a la cual ya se le ha puesto -hasta el cansancio- el adjetivo de conservadora. Es un muy buen trabajo, aunque con algunos descuidos en la corrección de texto. Los trabajos de Martínez Bolio y Ramírez son espectaculares y las historias, cada una de ellas, merecen ser leídas.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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