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José Ramón Enríquez
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Miércoles 17 de julio, 2019

Eran nómadas los habitantes más antiguos de que se tenga memoria en la inmensidad de aquellas tierras. Y como tales las fronteras eran algo desconocido para ellos. Algo inútil. Algo antinatural, no anormal porque no existía norma alguna que romper a ese respecto, pero sí una naturaleza para respetar. Una naturaleza abierta, sin ninguna frontera. Pero a la que han querido ponerle muchas puertas y a la que hoy divide [i]La línea que se convierte en río[/i], tal como se titula el libro de Francisco Cantú que publica [i]Debate[/i] en traducción de Fernanda Melchor.

Supe de su existencia por un cálido artículo de David Huerta y no quedé de ninguna manera decepcionado. Se trata de una crónica escrita por un mexicoamericano que narra y analiza desde diversos puntos de vista su propia experiencia dentro de la [i]Border Patrol[/i]. Universitario que quiere conocer en carne propia una vida que se antoja muy poco atractiva, cuando no abiertamente despreciable, y que, sin embargo, tiene sus rasgos de humanidad e incluso de ternura con la posibilidad de salvar la vida de migrantes perdidos en uno de los desiertos más crueles que existen en el mundo, o en un río, como el Bravo, terriblemente peligroso, como acaba de mostrarse en las muertes del joven salvadoreño y de su hijita cuyas imágenes no dejan de oprimir los corazones.

Francisco Cantú quiso conocer los motivos de esos descendientes de mexicanos que utilizan su conocimiento de ambas lenguas y su comprensión de ambas culturas para defender unas fronteras que nunca han debido de existir pero que muestran, como una herida aún sin cicatrizar, lo que ha sido la historia de una convivencia dolorosa.

No se trata de un infiltrado sino de un centinela, un vigilante física y tecnológicamente bien capacitado para impedir la invasión de sus propios hermanos indeseados. Confraterniza con los otros vigilantes (a quienes no puedo dejar de caracterizar como fumigadores, aunque esta palabra no se use en la crónica), se apoya en ellos con la naturalidad de los buenos camaradas hasta que ya no puede más, la realidad de su labor se le cuela en los sueños, lo carcome y se ve obligado a renunciar para sobrevivir sin perder la razón.

[b]Testigo de excepción[/b]

Le toca, entonces, ser testigo de excepción en la otra cara de esa máquina quebranta huesos que es la "Justicia", cuyo martillo sufre un amigo indocumentado, con años de vida del otro lado, con esposa también indocumentada y con hijitos ya nacidos allá como ciudadanos de pleno derecho.

Entre la fría eficacia del fumigador y el gracioso juego del gato judicial con el ratón tal vez yo elegiría como menos cruel la primera.

Cualquier intento de síntesis traicionaría el texto. Baste subrayar que Francisco Cantú sabe perfectamente cuál es su sitio en la historia y no necesita elegir un bando sino narrar y rebasar los límites de la sociología, la historia y la denuncia para hilar con finura sobre todo literaria.

Se debe, por tanto, agradecer la cuidada traducción de Fernanda Melchor que permite reconocer la respiración de un narrador que ha elegido ser cronista de una realidad en la cual está inmerso por cuestiones raciales y por propia elección. Si hoy la realidad supera en violencia los momentos vividos en La línea que se convierte en río es, precisamente, su voluntad literaria la que garantiza la vigencia del testimonio íntimo.

Informa la editorial mexicana: "Francisco Cantú es escritor y traductor, con una maestría en escritura creativa de no ficción por la Universidad de Arizona. Ex becario Fullbright, obtuvo el [i]Whiting Award[/i] en 2017 por la versión en inglés de [i]La línea se convierte en río[/i]". Vive en Tucson, Arizona.

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