de

del

Antonio Martínez
La Jornada Maya

Viernes 16 de agosto, 2019

[i]Pasamos diariamente bajo de ellas sin prestarles mayor atención, a lo sumo nos sirven como fugaces puntos de referencia, para orientarnos; a la izquierda o a la derecha. Son las esculturas públicas, que presiden desde sus pedestales nuestras atareadas vidas, y otorgan un carácter único a nuestra Villa. Unas son bellísimas, y llenan de alegría el paso de los viandantes, otras son poéticas, unas más son simplemente feas o francamente deplorables. Pueden ser también simpáticas o anodinas, ofensivas o penetrantes, y un pequeño número es inclasificable. El propósito de esta columna es tratar de rescatar del olvido de la cotidianeidad a las menos conocidas de estas maravillas simbólicas que plasman nuestro devenir, aspiraciones y patologías. Asimismo, pretende recuperar historias olvidadas que arrojan luz acerca de la manera en que se decidieron y ejecutaron estos únicos monumentos y de los actores sociales involucrados en su génesis. Los personajes mencionados son todos ficticios, excepto algunos que ya han sido juzgados culpables o héroes por la Historia. Cualquier parecido con la realidad, es aleatorio.[/i]

La decisión de embellecer o afear nuestros espacios públicos recae casi siempre en nuestros abnegados gobernantes, y el resultado por tanto es directamente proporcional a su espesor cultural, cuyo promedio se calibra cercano al de una cáscara de huevo. La historia de este insigne monumento popularmente conocido como La Mestiza es confusa, pero al parecer las cosas sucedieron así:

"A ver Ulises, ve que planten alguna cosa en la glorieta esa de Montejolandia, algo bonito", instruyó el alcalde, que tenía en la zona sustanciales inversiones con sus compinches.

- Naturalmente -Respondió el secretario -; ¿alguna preferencia? ¿Regional, prehispánico, futurista? ¿Algo combinado, quizás?

- Exacto, algo así. Perfecto. Pero que sea barato. Es para los [i]huaches[/i].

- Inmediatamente, su excelencia.

Dos días después el solícito escultor se presentó temprano al Cabildo, donde la secretaria particular de don Ulises le transmitió el encargo:

- Regional, prehispánica y futurista.

- ¿Cómo?

- Cualquier cosa hijito. Lo que tú quieras. Que sea grande, eso sí, y que no cueste nada. De cemento gris o de fibra de vidrio, lo que sea más económico. Urge.

- Tengo una bailadora de flamenco que hice para una escuela de danza de Cancún que nunca vinieron a buscar, la podría adaptar para ganar tiempo.

- Lo que quieras amor. Pero que no sea muy provocativa.

- No se preocupe. ¿Puedo pedir un anticipo?

- No.

- Gracias, trasmita mis respetos a don Ulises.

- Hasta luego Romualdito, me saludas mucho a tu mamá. ¿Ya está mejor?

- Sí doña Prístina, ya se va recuperando con la ayuda de Dios.

El esforzado artista regresó a su taller, en el patio de la casa de su mamá, y se entregó afanoso a realizar su magna obra, la anhelada pieza que le sacaría de esta villa provinciana y le catapultaría al estrellato en la capital. La bailadora de flamenco fue reconvertida en otra mujer más grande mediante el sencillo truco de agrandar algunos elementos clave, como la cabeza y las caderas, por encima de las medidas anatómicas humanas. La envoltura del hipil, confiaba Romualdo, se encargaría de confundir a la vista, la que se concentraría así en el hermoso rostro. Con la ayuda de su fiel aprendiz Francisco, quien se encargaba de todas las tareas físicas mientras Romualdo vigilaba desde la hamaca, la obra tardó meses en completarse. La primera crítica correspondió a doña Espina:

- Ay mi hijo. Está horrible. Se parece a la mestiza con la que se escapó el ingrato de tu padre.

- Todavía no está pintada, mamá.

- Un adefesio. ¿Dónde dices que la van a poner?

- En Montejolandia.

- ¿Dónde? Bueno, no importa, donde sea mientras no la pongan aquí en la Villa Blanca.

La segunda crítica provino del director de Duplicación de Obras Públicas, enviado por el alcalde a validar el monumento y ver por su traslado.

- Un horror, tiene razón tu madre. Parece un extraterrestre.

- Gracias don Mariano. Es culpa de los colores, usé los fondos de todos los botes de pintura que me sobraban. El resultado es … diferente.

- Es catastrófico. Pinta de blanco esa cosa por el amor de Dios.

- Sí señor.

- Y eso pies, Santo Niño de Atocha…

- La podemos poner dentro de un estanque para que no se vean…

Tampoco están tan fea, pensaba Romualdo mientras Francisco encalaba la estatua. El joven escultor había estudiado un año en San Carlos antes de que la huida de su padre con la mestiza le hiciera regresar al hogar yucateco a consolar a su santa madre. Allí en la capital tuvo el honor de asistir a la Cátedra de don Rutilio Chafón, padre de la corriente artística mexicana del Chafonismo o Chafismo, que propugna el abandono radical del concepto previo. ‘’Hagan cualquier cosa, como sea, y luego miran lo que salga, dicen algunas incoherencias y ya está’’, predicaba el Maestro, un gran dipsómano que vendía sus obras en millones de dólares en Dubái.

Un poco fuera de balance a lo mejor, podía admitir Romualdo paseando con ojo clínico alrededor de la cosa, pero las grotescas dimensiones podían interpretarse como un aullido de Brutalismo, y mirando bien el rostro se apreciaba un dejo olmeca (o de la Isla de Pascua) que podía entenderse como un guiño al Neo Primitivismo. Y la paloma en la mano, que había sustituido a las castañuelas de la bailadora original, era un valor añadido que desviaba la atención de la figura y provocaba una sinergia emocional ascendente en pos de la libertad y la purificación. La pose dubitativa, indecisa, que no muestra si la figura avanza, retrocede o se está sentando, podía atribuirse sin duda al compromiso social de la obra, reflejando los actuales tiempos de incertidumbre. Y la fealdad indudable de la escultura en su conjunto, pensó Romualdo ya desbocado, un alegato humanista de que la belleza no está en el exterior, ni en la proporción áurea, sino en el cheque que por fin iba a cobrar en el Cabildo.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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