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José Ramón Enríquez
La Jornada Maya

Miércoles 13 de noviembre, 2019

Con [i]Chamanes y robots. Reflexiones sobre el efecto placebo y la conciencia artificial[/i] (Editorial Anagrama, 2019), Roger Bartra se cuela por muchos de los resquicios en las cuestiones apremiantes de la conciencia humana para destrabar algunos nudos y divertirse con paradojas de la inteligencia artificial, sin pedir permiso a la ciencia “pura” que se muestra, hasta hoy, incapaz para dotarla de conciencia.

Con un libro tan brillante como sugerente, [i]Antropología del cerebro[/i], ya se había colado en una de las ciencias más celosas de sus espacios, la neurología, para comprobar que la “pureza” de las ciencias requiere de las ciencias llamadas humanas para evitar, en muchos casos, sus propios callejones sin salida o, al menos, para resolver alguna endiablada encrucijada.

Doy título a esta columna para recordar [i]Un antropólogo en Marte[/i], del brillante y sugerente neurólogo recientemente desaparecido Oliver Sacks, con quien, de alguna manera y aunque desde diferentes perspectivas, parecería que Bartra desea encontrarse. La emoción por la investigación sin ataduras y la pasión ante las paradojas serían parte de su espacio de encuentro. Además, desde luego, del dominio del lenguaje y la capacidad de ambos para hacer magnífica literatura con la ciencia.

Con su [i]Antropología del cerebro[/i] Bartra demostró con contundencia que no bastan funciones biológicas, químicas o eléctricas para que aparezca la conciencia, sino que es preciso un exocerebro cultural para que se produzca. Con Chamanes y robots da un paso adelante para señalar que éste es precisamente el problema con la inteligencia artificial: ¿cómo dotarla de ese auténtico tejido exógeno que constituye la conciencia en un cerebro humano?

Divide [i]Chamanes y robots[/i] en dos partes. La primera resulta no sólo erudita sino profundamente sugestiva: es un tratado sobre el efecto placebo que se remonta a quien primero lo reconoce, Qusta ibn Luqa, un sabio cristiano melquita del Siglo IX, y amplía después el concepto de chamanes a quienes, a lo largo y ancho de la historia, lo han prescrito, lo mismo curanderos perdidos en la prehistoria que sanadores evangelistas contemporáneos, lo mismo demagogos que influencers de internet. Sin embargo, deja bien claro, para que el placebo surta efecto es necesaria una conciencia humana dispuesta a dejarse engañar porque “la conciencia surge cuando aparece una comunicación entre las señales neuronales y los símbolos culturales”.

Parte de una premisa mayor que un creyente como yo está más que dispuesto a debatir: “No hubo ningún dios en el origen de la cultura humana”; para seguir con la menor: “sí lo hay en el nacimiento de la inteligencia artificial: la sociedad que ha decidido impulsar nuevas formas de trabajo automatizado”.

Pero entre una y otra premisas los caminos se multiplican y Bartra se lanza a explorarlos con avidez: recorre esas prótesis que son ya las máquinas para el hombre y que completan también su propia conciencia, como los celulares, así como debate con los posibles espacios abiertos por Platón, Eliade o Jung, revisa la catarsis vista tanto por el psicoanálisis como por Aristóteles, y, sobre todo, analiza el dolor y el placer exclusivos de lo humano, así como el libre albedrío cuya existencia Roger Bartra siempre ha defendido.

Su invitación a recorrer los caminos queda abierta y también la posibilidad de que la conciencia humana quede sólo como prótesis para la inteligencia artificial.

Pero la conclusión al silogismo inicial resulta una nueva paradoja: si la eficacia del placebo es prueba de la conciencia, cuando la máquina se deje engañar será como nosotros.

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