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Felipe Escalante Tió
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Viernes 3 de abril, 2020

Si algo ha conseguido la actual pandemia de COVID-19 es que salgan a flote prácticamente todas las diferencias existentes en la sociedad occidental. Desde las económicas, que a unos les permiten mantenerse en casa hasta con cierta comodidad mientras que otros deben salir a las calles para procurarse el sustento, hasta las sicológicas: unos cuantos rumian el encierro y otros se dedican a compartir memes en sus redes sociales.

Pareciera verdad de perogrullo, pero la respuesta que podamos dar a la contingencia, y en especial a la medida de mantenerse en resguardo, desquicia a unos más que a otros, y para algunos, que conforman un grupo vulnerable ante la enfermedad -y de hecho ante casi cualquier padecimiento -las personas con discapacidad son de las que más sufren. Y tendríamos que hablar de las diferentes discapacidades, pues algunas son mucho menos limitantes que otras.

Recientemente, una nota de Abraham Bote publicada en este rotativo [[i]La Jornada Maya[/i], 25 de marzo de 2020] dio a conocer la dificultad que enfrentan familias de menores con algún grado de parálisis cerebral; con movilidad corporal más que restringida y obligados a permanecer en casa, el riesgo para ellos es perder los avances que hayan conseguido en sus terapias de rehabilitación física. El cuerpo necesita al menos el estímulo del cambio de paisaje.

Pensemos ahora en los que tienen la condición de autismo, la cual se manifiesta de muy distintas formas; no hay una persona con autismo igual a otra, pero sí tienen algunos rasgos que las hacen vulnerables al COVID-19 y casi cualquier otro padecimiento. El Trastorno de Espectro Autista (TEA) afecta la capacidad de expresión de quienes lo tienen; dicho esto, imaginemos ahora a una persona incapaz de indicar si presenta algún síntoma. Es obvio que depende de que alguien más de su entorno le observe. Después, ¿cómo enfrentará la hospitalización, en caso de llegar a requerirla? Sin un acompañante, la experiencia seguramente será dolorosa.

Las personas con discapacidades motrices o con TEA tienen algo en común: en cierto grado son dependientes de alguien más. En ambos casos, en la infancia, las terapias tienen por objeto que puedan tener, en el largo plazo, una vida autónoma; esta autonomía, también tiene diferentes grados: algunos tendrán como máximo logro el bañarse y vestirse solos, algunos lograrán interactuar con los neurotípicos. En lo que lo consiguen, quedan en la indefensión si algo le ocurre a sus cuidadores.

Quienes tienen la condición de autismo requieren seguir una rutina para sentirse seguros en este mundo. La pandemia, la contingencia, los han sacado de ella. Hay docentes que en su titánica labor prepararon materiales didácticos para apoyarlos en la comprensión de lo que está sucediendo, aunque tampoco es que no lo comprendan. Su inteligencia y capacidad de aprendizaje no están limitadas: lo que requieren es una explicación de acuerdo a su manera de aprender. Sin embargo, si parte de la rutina era asistir al parque más próximo por hacer algo de ejercicio, o al supermercado, o visitar a los abuelos, el desafío se hace mayor.

Para los que están en edad escolar, la computadora o la tableta no son tampoco la mejor manera de aprender. Al contrario: estos aparatos pueden des-organizarlos. La tecnología, en estos casos, resulta contraproducente.

Habría que agregar la estigmatización al problema, pero volvamos a la raíz: nadie está pidiendo privilegios para las personas con discapacidad o autismo; lo único que se pide es empatía.

¿Es necesario llevar un pañuelo azul a manera de salvoconducto para poder darle una vuelta a la cuadra o permitir la presencia de un acompañante en la ambulancia o clínica? Espero que no. Como historiador he aprendido que los distintivos a la larga producen heridas. Ya sean las estrellas de David amarillas, los triángulos rosa, cruces esvásticas, las camisas negras o rojas, todas han conducido a un conflicto mayor.

Hoy no puedo señalar con el dedo flamígero a la madre que a bordo de un triciclo lleva a sus dos hijos pequeños con tal de vender palanquetas de cacahuate. Ni a la que se apostó en un parque ofreciendo frituras. No lanzaré la piedra del “Quédate en tu casa”. Tampoco lo haré por quienes llevan a una persona en silla de ruedas o con autismo a sus compras. Más que un desafío a la cuarentena, en su necesidad quiero ver la esperanza de que saldremos adelante.

Entre los de espíritu optimista, hay quienes ya están haciendo planes para una gran celebración para cuando termine la contingencia y podamos volver al trabajo, a “la normalidad”. Seguramente volver a salir a las calles sin miedo al coronavirus y olvidarnos de Susana Distancia con los amigos y familiares amerita ese festejo. Pero la experiencia de sobrevivir a la pandemia valdrá de poco si no ganamos en empatía, si no alcanzamos a comprender que nuestras necesidades requieren de distintas soluciones, y en muchas ocasiones, la vía de resolverlas no puede considerarse un privilegio.

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