de

del

Andrea Medina Razo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 22 de abril, 2020

Contingencia, día 14. La cerveza aún fría permanece intacta sobre la mesa mientras sus manos temblorosas dudan entre escribirle a él o dejar todo a la bendita suerte de la contingencia y el tiempo.

-¿Estás bien?

Borra.

-¿Cómo te trata la cuarentena?

Borra.

-Viajemos juntos por Centroamérica y mandemos todo este desastre a la mierda.

Borra rápidamente.

A Will le gustaba dormir boca arriba con la cabeza no sobre la almohada, sino ligeramente debajo de ella, tocándola brevemente con la coronilla nada más, sólo para que las puntas de los pies asomen por la orilla de la cama, haciendo una distancia considerable entre la almohada y la pared. A ella le gustaba imaginarlo así por las mañanas a su lado cuando despertaba sola, aún no entendía si era amor o aburrimiento a causa de los días de cuarentena, pero para fines prácticos el resultado era el mismo.

Finalmente tomó valor, prende el cigarro que siempre antecede a sus decisiones importantes, toma el teléfono y escribe:

-Prefiero la agonía conocida y estructural de las partidas. La intranquilidad que heredé de esto es el regalo más hermoso que tengo, la satisfacción de estar viva, el timbre de la voz de la existencia pinchando mis oídos, un llamado a despertar del sueño vago de la opacidad de los años perecidos y los llantos no llorados, la mordacidad de todos los cafés bebidos y derramados durante las faenas infinitas de nuestras mañanas. No te nombro, te nombraría si no odiara tu nombre de patetismo anglosajón, prefiero enunciar tu ausencia y con ello lamer las comisuras de nuestro encuentro.

Rompamos, amor, los absurdos normativos, perdamos juntos todas las batallas que están por venir, aun aquellas que hemos perdido ya pero que deseamos seguir peleando a sabiendas de la derrota anunciada. En estos mares, la derrota representa la gloria de haber entregado la sangre y la carne contra la miserable victoria cobarde de nunca haber navegado en lo turbio de nuestras aguas. Pero si me dejas peleando sola, tu recuerdo se irá como insignificantes granos de arena al destino turístico de los suicidas que representa ese mar de anonimato y se perderá en la inmensidad de las aguas claras del olvido. Y es que el enemigo esencial del amor no es el odio, ni el abandono, ni siquiera la ausencia, es el olvido.

Hazme tu cómplice, yo te hago el mío, de lo que sea, de lo que quieras, de lo que elijamos, de lo más prístino o de lo más grotesco y soez; la complicidad cuando es verdadera es el simulacro de los orgasmos simultáneos que se prolongan en el tiempo y penetran desde la cotidianidad más anodina hasta la significancia profunda de los momentos más corrosivos. Así que hazme tu cómplice de todo, de cualquier cosa, de lo que quieras menos del retiro de la apuesta, porque en la moral que me he construido no tiene lugar la cobardía de la mediocridad. En ese caso, juegas solo y nunca más conmigo.

Envía.

En un instante la ansiedad cambió de rumbo, la duda es ociosa a estas alturas. Ella bebe lo que queda de cerveza en la botella y mira más de un par de veces el teléfono, se pregunta si el mensaje fue demasiado; ¿demasiado qué?, ¿demasiado largo?, ¿demasiado agresivo? Ella nunca aprendió a sortear bien la espera y en estos días hay mucho de ello.

Esperar indicaciones gubernamentales, esperar en la fila del súper, en la bandeja de entrada para recibir mensajes de trabajo. Esperar es lo que no ha dejado de hacer desde hace dos semanas de manera oficial y de manera extraoficial desde el día que él partió.

***

Si yo pudiera hablarle a ella le diría, “Ven. Hagamos una fiesta, una vendimia de la espera, transformemos esta ansiedad en placer, el cosquilleo de estar vivos y la soberbia de existir porque, en nuestro mundo, esperar y disfrutar de ello es vanagloriarse de la certeza de un futuro, se espera porque se asume la permanencia inmediata y prolongada, se da por sentada la existencia en un futuro y en estos andares esperar es desear y desear es resistir; bien sabes que tu soberbia sólo es más tímida que la mía y podemos darnos el lujo de hacerlo. Espera aquí, conmigo, a mi lado, espera aquí esa respuesta que añoro que nunca llegué.”

Pero es absurdo mi anhelo. Yo existo para narrarla a ella, para no anticiparme a sus acciones, para absorber lo más significativo de su presencia, que para mí lo es todo aunque nada de ello me sea declarado, desde su manera de preparar el café en la mañana hasta sus deseos más problemáticos. Yo la espero a ella, la pronuncio y con ello me acurruco a su lado todas las noches y la acaricio por las mañanas, yo que estoy siempre por ella y nunca para ella.

La observo, me quedo sin respuestas enredado en esta cruel incompetencia; porque me han llamado Tiempo y me han declarado enemigo público, me han consignado todas las historias, todos los fracasos y victorias de la humanidad, me han conferido inmensas responsabilidades históricas y privadas, han depositado en mí todos sus miedos, pero yo no soy sino soy un viejo agobiado, asustado, cobarde que ansía descansar y que finalmente encuentra refugio en las naves de esta mujer y de su febril humanidad.

En la mesa sólo queda una botella vacía y un cenicero lleno. Llega un mensaje, ella toma el teléfono y yo me convierto en mi propio enemigo. Ahora apelo al [i]Pathos[/i], infame lector, ahora te hablo a ti.

[b][email protected][/b]

Edición: Ana Ordaz


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