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Ulises Carrillo
Foto: Cuartoscuro
La Jornada Maya

Martes 28 de abril, 2020

El diálogo político disfruta de conquistar un idioma mediante el uso de expresiones. Mujeres y hombres de poder, aspiran a convertir el lenguaje en su herramienta a modo, pues quien controla la forma de hablar, controla la forma de pensar.

Nadie piensa libremente, todos pensamos usando palabras predefinidas, armando rompecabezas mentales con piezas de tamaño y forma predeterminada. No podemos pensar en las cosas que no tienen nombre, ni podemos pensar más allá de las palabras que poseemos y las reglas para combinar las que conocemos.

Quien acuña un nuevo término o pone de moda un nuevo significado reduccionista, malicioso o glorificador para una palabra, lleva a cabo un ejercicio de poder profundo, pues está poniendo nuevos límites y reglas para la forma colectiva de pensar.

Con ese descaro orwelliano damos inicio a la compilación de nuestro Diccionario de Expresiones y Cosas Peores, pues creemos que el mundo está entrando a un acelerado ciclo de cambios y lo primero que el poder intentará cambiar es el significado de las palabras que usamos diariamente para hablar y pensar, para criticar y distinguir la verdad o, más bien, de lo que nos dicen que es la verdad.

[b]Empecemos con Inflación[/b]

La inflación es el aumento general de los precios de manera sostenida. Los precios de las cosas aumentan hoy, también mañana y por un buen rato; a los economistas les gusta decir que por lo menos tres o cuatro meses seguidos.

Antes la inflación era el enemigo mortal de la estabilidad económica. La inflación había que contenerla como fuera: subiendo las tasas de interés, reduciendo el número de billetes que el Estado imprime, recortando el presupuesto del gobierno y demás.

Sin embargo, en estos tiempos -incluidos los de la economía en tiempos del COVID-19- resulta que la inflación ya no es mala, de hecho muchas economías la añoran y la quieren.

Después de la crisis financiera del 2008, el problema es que no hemos tenido inflación “suficiente”. Hemos descubierto que, contrario a lo que aprendimos de niños, la inflación no es mala por sí misma, de hecho una inflación del 2 al 4 por ciento anual resulta que es la vía más segura al paraíso del bienestar.

Necesitamos que los precios suban para que la industria crezca, se generen empleos y la economía lleve beneficios a todos. Eso en realidad lo sabíamos desde hace mucho tiempo, era conocimiento del ser humano común que una inflación moderada favorece la creación de empleos (se llama la curva de Phillips, que ya revisaremos en su tiempo, porque tengan la seguridad que muy pronto esa “curva” va a estar de moda).

Entonces ahora resulta que la inflación mala, la que no queremos, ya no es sólo el aumento de precios -lo que puede ser bueno en algunos casos-, la nueva inflación malvada es el aumento “desordenado” de los precios. Si las cosas aumentan de precio con orden, pues parece que no pasa nada. Habrá que ver quién decide qué aumentos son ordenados, los del queso en la tiendita de la esquina o los del cemento de las grandes constructoras.

Ante ese debate semántico, uno se pregunta por qué redefinimos esta expresión en el lenguaje diario. La respuesta es que, en muchos países desarrollados, apareció la hermana de la -hasta ahora siempre malvada- inflación: la deflación. La deflación, aunque tiene casi un siglo de existir, podríamos decir que desde la Gran Depresión 1929, se ha puesto de moda últimamente. A partir de 2008, se ha observado que las economías ricas y poderosas pueden sufrir una caída general y sostenida del precio de las cosas; lo que resulta peligroso porque significa que la demanda está cayendo; es decir, que la gente no quiere o no tiene para comprar. Si hay deflación, probablemente se está en ruta a una recesión económica y una época de incertidumbre larga y profunda.

Por lo anterior, cuando nos presenten un número sobre la inflación, debemos preguntarnos si quien lo presenta quiere preocuparnos sobre el desorden de los precios en la economía y, por tanto, decir que las cosas no están funcionando; o si lo que quiere decirnos es que los precios están aumentando de forma moderada porque la economía está creciendo con vigor y es natural que el precio de las cosas aumente, pues todos traemos algo más de dinero en el bolsillo y queremos usarlo.

Ahora bien, si la inflación empieza a bajar, en principio no nos alarmemos, pero si sigue bajando y bajando, entonces que suenen las alarmas, ya que es probable que no estemos ante la estabilidad de precios, sino frente a una economía que se hace más chica y en la que todos traemos menos dinero en el bolsillo. Hace décadas el primer mensajero del caos era una inflación del 100, del 200 o del 300 por ciento; ahora pareciera que el primer síntoma de la enfermedad grave es la caída de los precios, es un síntoma nuevo que no sonaba mucho.

Así, si alguien grita ¡inflación, inflación! como quien grita “¡ahí viene el lobo!”, saque usted su salero y tómese un granito. Por el contrario, si alguien sale a presumir que la inflación está bajando y bajando, saque un salero y -si tiene y puede- un tequila.

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Edición: Ana Ordaz


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