de

del

Nalliely Hernández
Foto: Archivo LJM
La Jornada Maya

Lunes 4 de mayo, 2020

El neoliberalismo es a todas luces el blanco de ataque principalísimo, al menos en el discurso, de la 4ª Transformación del gobierno federal que encabeza el presidente López Obrador. Dicha política económica suele ser rastreada por los economistas al “Consenso de Washington” cuando en noviembre de 1989 el Instituto de Economía llevó a cabo una reunión en dicha ciudad con los ministros de economía de diversos países latinoamericanos, representantes del gobierno de Estados Unidos y de organismos financieros internacionales. En dicha reunión se presentó un documento con un conjunto de reformas de políticas económicas que se recomendaba aplicar en los países latinoamericanos (unas ya se venían aplicando) y que contaban con el respaldo del gobierno de los Estados Unidos, la Reserva Federal, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. No obstante, en el contexto de la globalización este tipo de reformas se fueron implementando, en mayor o menor medida, en la mayor parte del mundo.

En particular, de acuerdo con J. C. Moreno-Brid, E. Pérez y P. Ruiz (2001), desde mediados de la década de 1980, América Latina comenzó a modificar su estrategia de desarrollo a partir de tres líneas centrales: “a) la liberalización comercial, b) la privatización de las empresas estatales y c) la reducción de la intervención estatal en los mercados de capitales y en la economía en general, recortando el gasto en inversión”. Esta fue la línea que siguieron los gobiernos de, al menos, los últimos 30 años en México. En suma, más mercado y menos Estado.

El discurso de López Obrador desde su tiempo de campaña ha reiterado una y otra vez que este conjunto de políticas que hoy se le denominan neoliberales, junto con la creciente corrupción propiciada y mantenida por una oligarquía codiciosa e impune, llevaron al país a un estado alarmante de pobreza, violencia y desigualdad, entre otras cosas. Si bien este diagnóstico se encuentra suficientemente sustentado por diversos estudios (Stiglitz, 2002) y la realidad social en buena parte de América Latina, lo cierto es que, en el discurso del presidente, el neoliberalismo (y/o la corrupción) se convierte en la causa y explicación de todos nuestros males (incluida la violencia y desigualdad de género). El problema es que cuando un término se vuelve omnipresente en un discurso, termina por explicar muy poco o casi nada. Se torna un tanto vacío; impide profundizar y matizar.

[b]Misma estrategia[/b]

Hace un par de días la directora de Conacyt en la conferencia de prensa sobre la pandemia ocasionada por el virus COVID-19, María Elena Álvarez-Buylla, explicó que la lucha contra este virus desde la comunidad de investigadores nacionales se ha complicado por la “ciencia neoliberal” que fue ejercida en los gobiernos anteriores. Parecía que Álvarez-Buylla recurría a la misma estrategia explicativa de López Obrador, y su afirmación causó mucha polémica y críticas, sobre todo al interior de la comunidad científica. El malestar fue tanto que algunos comentarios llegaron a comparar su declaración con las distinciones y las respectivas prohibiciones en los regímenes nazi y estalinista sobre la ciencia judía y la ciencia burguesa (los conocidos casos de Einstein y Lysenko). ¿Se equivocó la funcionaria? ¿Puede ser la ciencia neoliberal? Bueno, sí y no.

Los casos aludidos en regímenes totalitarios involucraban la prohibición o manipulación de teorías científicas (la relatividad en física y el lamarckismo en biología) como instrumentos ideológicos de tales Estados. ¿Se trata de una actitud análoga la de la titular de Conacyt? Me parece que no. Yo creo que Álvarez-Buylla hablaba de la ciencia como una política pública, y lo explicó parcialmente. En su presentación afirmó que esta forma de hacer ciencia “tiene una articulación limitada, baja eficiencia en innovación, transfiere millonarias cantidades al sector privado y abandona la ciencia básica”. Un ejemplo que ilustraba lo que denominó “ciencia neoliberal” era la situación que enfrenta Estados Unidos que, siendo de los países punta en desarrollo médico y tecnológico, no ha podido abordar exitosamente su problema de salud (habría que analizar con detalle su relación ciencia-sistema de salud, pero parece obedecer a un escenario en el que ambos están principalmente privatizados, y curiosamente ahora los neoliberales piden más Estado para resolver la emergencia sanitaria).

[b]Polémico término[/b]

Por ello, infiero que lo que la funcionaría quería expresar con el polémico término era el estado de una ciencia desconectada de las necesidades y prioridades sociales (prácticas e intelectuales), puesta más al servicio del sector privado (que por lo visto obtuvo muchos recursos durante las administraciones pasadas) y no a una teoría o desarrollo en particular. Si bien el escenario pleno neoliberal en materia científica, nunca ocurrió en México, porque el Estado nunca ha dejado de ser el gran financiador (como ella misma puso en sus diapositivas), Elena sí parecía referirse a una ciencia que obedece a la premisa de más mercado y menos Estado, efectivamente, al menos como prioridad.

Sin embargo, tengo la impresión de que la molestia no fue sólo esa. Creo que a la comunidad científica le pareció ofensivo que calificaran su actividad de neoliberal. Ello porque la intuición o imagen común de la ciencia, es que esta no es neoliberal, ni comunista, ni de izquierda, ni de derechas (aunque debió ser más ofensivo para un científico de izquierdas claro). La ciencia es ciencia, y en todo caso busca la verdad. Y la verdad no tiene ideología.

No obstante, me atreveré a decir que esta es una imagen un tanto purista de la ciencia, que no pasa la prueba de diversos historiadores, filósofos y sociólogos de la ciencia.
Desde el tiempo de Thomas Kuhn (e incluso antes), y desde muy diversos puntos de vista y con diferentes argumentos, estos y otros estudiosos han mostrado que la ciencia es una práctica cultural (además una particularmente poderosa). En tanto práctica cultural está inmersa y se desenvuelve en un contexto social. Por lo tanto, depende parcialmente de determinados valores cognitivos y sociales. En particular, diversos filósofos de la ciencia en los últimos 50 años (Hilary Putnam, Heather Douglas, Ian Hacking, Bruno Latour, entre otros), han estudiado estos fenómenos en la constitución de la ciencia. Aunque no hay una figura única sobre cómo se relaciona la ciencia con estos valores y su contexto social, hay un reconocimiento de que juegan un papel en ella.

[b]Mera ideología[/b]

Ello no quiere decir que la ciencia es mera ideología, o que esta perspectiva lleva a un relativismo donde cualquier cosa es ciencia si un régimen o autoridad así lo dispone.

Tampoco quiere decir que la verdad pierda su importancia ética y política, o que esta dependa de las metas de un régimen político. Pero sí quiere decir que la ciencia necesariamente entra en relación con los valores de su contexto. Esta relación puede ser distintos tipos, de reforzamiento, de tensión, fuerte, débil, no tiene que ser unívoca ni permanente. Pero existe. De hecho, puede influir sobre los estándares de prueba o evidencia en una teoría.

Lo que quiero decir, en suma, es que la ciencia no es una actividad pura. Es una práctica social, como dije. Una práctica que implica intereses y fines, epistémicos y/o sociales.

Los casos de la ciencia judía y aria, o la ciencia burguesa o proletaria, fueron ejemplos grotescos y penosos de un ejercicio del poder perverso en sociedades autoritarias. La diferencia es que en las sociedades democráticas los fines son plurales. Y una política científica en una sociedad democrática debe estar bien articulada para responder a los problemas urgentes y prácticos, como una epidemia, pero también para la reflexión y la curiosidad en sí misma. Todas ellas son necesidades sociales relevantes.

Es cierto que la máxima directora de la ciencia en México debe ser más precisa y cuidadosa en sus afirmaciones, dada la envergadura de las consecuencias de sus declaraciones. Hay que matizar y profundizar. Pero también sería deseable promover, por un lado, una cultura científica más sólida y democratizada hacia la población en general, y por otro, un sentido común sobre la ciencia más terrenal y realista, menos celestial y purista. El país lo requiere.

*Profesora e investigadora de la Universidad de Guadalajara

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Edición: Ana Ordaz


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