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Felipe Escalante Tió
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Lunes 31 de mayo, 2020

A mediados de la década de los noventa del siglo pasado se estrenó la película [i]El inglés[/i] que subió una colina pero bajó una montaña, basada en una historia autobiográfica del director Christopher Monger. En ella, Hugh Grant interpreta al cartógrafo Reginald Anson, quien en la época de la Primera Guerra Mundial llega al pequeño pueblo de Taff’s Well, al norte de Gales, y descubre que la montaña Ffynnon Garw, según las indicaciones de la corona británica, es en realidad una colina, pues mide 984 pies, cuando la “norma” establece un mínimo de mil para aparecer en el mapa y, peor aún, marcar el inicio del país de Gales, que tradicionalmente es “donde empiezan las montañas”.

La noticia causa conmoción entre los pobladores y los divide momentáneamente: quienes escuchan al cura apoyan pedir a la Corona que la elevación sea reconocida como montaña, mientras el descastado posadero propone que la comunidad haga de Ffynnon Garw una montaña legalmente. Y entonces el pueblo se une para llevar piedras, tierra e incluso pasto hasta la cima; además, toman la muerte del sacerdote para culminar la obra con un monumento fúnebre, con lo cual superan la marca mínima.

La historia del filme no deja de ser la de cómo el ser humano se relaciona con el territorio, cómo su conocimiento de éste le da un sentido de identidad y de su ánimo para transformar el paisaje con tal de ser reconocido como existente en una convención/representación -como lo es todo mapa -pero sobre todo para marcar que existe para sí mismo en esa idea del espacio más allá de la localidad. En la película, uno de los diálogos implica que si no existe una montaña, la frontera podía moverse “y entonces todos seríamos ingleses, ¡Dios no lo permita!”.

La relación del ser humano con el territorio y el paisaje es de altibajos. Desde la época de la Ilustración se dio un cambio de paradigma en el cual el paisaje es intervenible, controlable; ya no un límite. Comenzó a pensarse en dragar ríos para hacerlos navegables, rellenar zonas pantanosas para evitar inundaciones y extender la frontera agrícola, perforar montañas para permitir el paso de vías férreas, o mínimamente establecer zonas de cultivo que también se volvieron paisaje, como los agaves en Jalisco y en el noreste de Yucatán. Cierto, mucho de esto se hizo sin considerar las consecuencias ambientales. El impacto es todavía algo novedoso, al menos para los industriales y gobiernos que alegan que lo prioritario es crear fuentes de trabajo.

Hoy vemos que el paisaje es dinámico sin necesidad de la intervención humana. Las montañas siguen elevándose o caen por el movimiento de las placas tectónicas; algunas áreas amenazan con separarse de los grandes continentes para convertirse en islas. La península de Yucatán, una de las más recientes áreas geográficas en aparecer sobre el nivel del mar, puede volver a sumergirse gracias al calentamiento global impulsado también por la mano humana.

Mirar, comprender/comprehender el territorio peninsular es un privilegio y a la vez el tormento de Sísifo. Hay áreas de la costa en las que podemos ver huellas del paso de huracanes, selvas pretendidamente conservadas en las que incursionan taladores clandestinos, playas donde las tortugas disputan el espacio a los hoteles, o una isla que puede terminar siendo la víctima ofrendada al turismo masivo. La “nueva normalidad” debiera obligarnos a replantearnos esa relación con el territorio.

Porque reconocer el dinamismo del paisaje es también ayudarnos a nosotros mismos a vivirlo. Y entonces tenemos que darnos a la tarea de exigir mayor información sobre cualquier obra que nos planteen como “de desarrollo de infraestructura”, demandar imaginación a los responsables de las mismas; no sólo consultas, sino en verdad explicaciones de qué se pretende hacer y cómo impactará al medioambiente. Quizás, si encontramos mejores respuestas, llegue el momento de sentir orgullo por poder ser una fuerza transformadora, sabiendo que se hará lo mejor posible. A fin de cuentas, todos ponemos el corazón en el terruño, y al igual que Hugh Grant en el filme, contribuir a elevar la montaña.

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Edición: Elsa Torres


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