La insana cercanía o la prohibición del apapacho

Abelardo Gómez Sánchez
Foto: Reuters
La Jornada Maya

[i]Para Elsa Sánchez Posada[/i]

Lunes 22 de junio, 2020

¡Hasta ahí! Dicta la sana distancia, y algo del muy antiguo conjuro, Vade retro Satanás, aplicamos, a diestra y siniestra, y como exorcistas instantáneos, a todos nuestros congeneres. Esta barrera, tan inconsútil como contumaz, me crispa y pienso: si no morimos por el coronavirus, vamos a disecarnos por el empaquetamiento emocional, por esta suerte de envasado al alto vacío afectivo. Tienen razón, quizá exagero.

Pero, aquí en la cuarentena, reducido al espacio vital (al tacaño horizonte de una vivienda de interés social), imagino a miles de personas etiquetadas con leyendas como: ¡Cuidado! Este individuo puede ser nocivo para su salud, o ¡Peligro! Este cuerpo transporta carga virulenta, o un sorjuanesco: ¡Detente sombra asesino virus! No está mal, siempre he sido partidario de la franqueza y la sinceridad. Y no alucino, una señora me huye —como si yo fuera una bomba viral de tiempo— en una tienda de mi barrio. Su susto me asusta, su jeta me afecta: La sana distancia es vecina de la paranoia vecinal.

[b]II[/b]

Las referencias literarias pululan, pero, la obligada, para mí, es la novela 1984 de George Orwell, publicada en la posguerra. Ahí se alude a la expropiación de los cuerpos (muy específicamente a la prohibición del acto sexual, incluso en el matrimonio). Pero, el 2020 enseña que, como siempre, la realidad supera a la ficción: el régimen corporal abarca, íntegramente, todo el campo afectivo: aquí no a cargo de un fantasmagórico Big Brother, sino de la tiranía, muy concreta de un insospechado nanotirano, que ni siquiera es un ser vivo. Sí, la antiutopía es nuestro nuevo realismo literario: la gente se hace fintas en las banquetas, como evadiendo el tacleo mortal de los transeúntes.

El instinto de conservación impera en el camión: todos viajan con cara de mírame-y-no-me-toques. Todos vivimos en un suspense que no se achata. Todos traemos, eso dice la mirada clínica, el beso de la muerte. Nadie tan suficientemente sexy, que concite aproximaciones. La sexofobia orwelliana amenaza con aspirarnos. Aparentemente, coronavirus mata sex appeal. La curva de la cachondería no se ha achatado, pero comparada con la del miedo al contagio, se achicó; y se ha reducido al plano bidimensional, sólo a los empréstitos de la retina, la imposibilidad del tacto. Tienen razón exagero.

[b]III[/b]

Esta cuarentena es tan obesa que parece noventena. Veo en la tele, en las redes, en mi mensajería digital, gráficas que van y vienen. Ante la risible explosión demográfica, de epidemiólogos y estadígrafos, renuncio a la polémica desilustrada. Tiendo a ver las gráficas como el juego de serpientes y escaleras de un tablero político, como un graffiti algebrizado que en nada nos refleja. Una estrella polar en la noche pandémica: la enorme lección, de dignidad y entereza. de los trabajadores de la salud (es la epopeya que está por narrarse).

Tiene razón, quizás exagero, pero la hipérbole, ese guiño retórico, es el eficaz zoom in verbal, que amplifica la atención y cancela el autoengaño: lo que perdimos fue la autonomía de la expresión afectiva corporal. El beso de Judas es más deseable que los otrora besos cotidianos familiares y amistosos. La sana distancia implica la insana cercanía. “¡Hasta ahí!” dije a una sobrinita: me lastimó ver su dolor por mi rechazo. Una persona amadísima, estira su pie para despedirse —nos va a separar la cuarentena y ambos reprimimos el abrazo— me volteo para ocultar el llanto, y de espaldas le digo. ¡Adios! Son los cuerpos amantísimos, hoy por hoy, nuestro nuevo paraíso perdido.

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Edición: Elsa Torres