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Pablo A. Cicero
Foto: Randy Soberanis Dzul
La Jornada Maya

Miércoles 4 de mayo, 2016

Un ruido sordo. Un golpe seco. Humo blanco. De repente, sientes que te pican, que te arden los ojos, como si te hubieran tirado chile. Lloras. Ves cada instante menos. Tu vista se escabulle, se nubla. Y mientras tus ojos se apagan, la intensidad de los sonidos aumenta. Escuchas gritos, mentadas de madre, pedidos de auxilio. Caminas con dificultad. Te tropiezas. Alguien te empuja. En tanto, sientes una picazón insoportable en toda tu piel. En toda. Te agitas. Respiras cada vez más rápido. Y eso lo hace aún peor, ya que cada bocanada de aire que tomas sientes que te asfixias, como un pez fuera del agua. Te arde la garganta, la nariz, el esófago, los pulmones. En lugar de aire estás aspirando fuego. No puedes dejar de toser. Vomitas. Pierdes la noción del tiempo y del lugar. Los gritos que antes escuchabas se apagan. Caes de rodillas…

El gas pimienta contiene capsicina, un derivado de oleorresina, el mismo componente activo de los pimientos picantes. Es un arma química y en su lógica disuasiva sobre las personas lo primero que genera es una irritación en las mucosas de la nariz, de la boca y los ojos, que provoca lagrimeo y dolor, según se explica en páginas médicas. Justamente por ese efecto instantáneo poderoso y casi paralizante, se añade, las fuerzas de seguridad lo usan como arma de disuasión y para dispersar motines.

Ayer, agentes de la Secretaría de Seguridad Pública utilizaron ese gas. Un operativo de desalojo se les salió de control. Los vecinos de los afectados se solidarizaron e impidieron la ejecución de una sentencia dictada por un juez. Chablekal se convirtió en Fuenteovejuna e impidió que sacaran a unos ancianos de un predio.

La gente vio en esa resolución una injusticia, y la indignación se convirtió en un muro. Un no pasarán. Los policías reaccionaron de la única forma en la que están entrenados. Por un lado, mentadas, piedras, empujones. Por el otro, escudos, cascos, gases lacrimógenos. Lesionados y detenidos, entre ellos activistas y adolescentes. En Chablekal se prendió una chispa que luego ardió en la red de redes.

Los agentes de la policía casi cumplen su objetivo: el de ejecutar a rajatabla la orden de una justicia tan ciega como intransigente. En la fotografía de portada de este periódico observamos al anciano que los policías querían desalojar, vistiendo con todos sus años y con toda su pena una playera de campaña de Rolando Zapata Bello, tal vez de la misma marca que los burócratas portaron el domingo pasado, con el logotipo de Escudo Yucatán. Esas playeras que se encogen a la primera lavada.

Ahí está la paradoja de nuestras autoridades, que dicen que están cercanos a la gente y que escuchan mientras permiten situaciones de este tipo. Podrán argumentar muchísimas justificaciones. Decir, por ejemplo, que fueron los pobladores de Chablekal los que iniciaron la gresca, que los activistas fomentaron el enfrentamiento. Tendrán videos y audios. Mostrarán fotografías de agentes y funcionarios judiciales lesionados. Dirán turba. Dirán muchedumbre. Dirán enardecidos. Dirán azuzados. Dirán provocadores.

Sin embargo, a vista de la sociedad, agentes de la policía, armados, bien equipados, se enfrentaron a ciudadanos. La razón de ese violento encuentro fue desalojar a ancianos. Es muy fácil tomar partido en un escenario así. En la monocromía de nuestros sentimientos, los más básicos, los vecinos de Chablekal actuaron bien y los agentes, mal. Héroes y villanos. Ganadores y vencedores. La realidad es más compleja, mucho más que la simplicidad del blanco y negro. Hay, como se suele decir, una gama de grises. Pero fue precisamente esa miopía, esa incapacidad de medir consecuencias, lo que está provocando la ola de críticas a la SSP. Recurro de nuevo a esa frase como puño de Raúl Renán: “Ir en contra eleva el alma”. El alma de los vecinos de Chablekal, ahora, está en la estratósfera.

Te pones de pie, con dificultad. Te duelen las rodillas, y te caes de nuevo, totalmente. Tu rostro se impacta al piso. Los ojos te siguen ardiendo, muchísimo, pero ya comienzas a ver de nuevo. Primero bultos. Esa sombra sin forma que está enfrente de ti puede ser un árbol, o tu hermano. Aún sientes náuseas; tu camisa está manchada de vómito. Todavía te arde respirar. Pero, una vez más, te levantas. Renuncias al suelo, a la tierra. Te yergues. Te levantas. Y te sientes más alto que nunca. Altísimo. Con la voz aún ronca, al grado que sientes que un dragón se revuelve en tu interior, sacas fuerzas de quién sabe dónde y le gritas a los policías que tienes frente a ti, esos que te amenazan con volver a disparar gas: “No nos moverán de aquí”.

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[b]Mérida, Yucatán[/b]


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