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Rafael Robles de Benito
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Miércoles 23 de noviembre, 2016

Hace unos días, el Dr. Yuri Peña Ramírez, un colega que trabaja como investigador en Ecosur Campeche, además de fungir como miembro del Consejo Consultivo de la Comisión Intersecretarial de los Organismos Genéticamente Modificados, propuso algunas ideas que resultan, por decir lo menos, controversiales: dice por una parte, que “gracias a los organismos modificados se ha podido superar la hambruna” y, por otra, en un tono que resulta un tanto desafortunado, asevera que “no es posible cuidar la selva y dejar de comer panuchos, pues, ¿de dónde vendrá el aceite para prepararlos”.

Tiene razón el doctor Peña en buena parte de sus argumentaciones, especialmente al decir que muchos de los alegatos de quienes se oponen a la introducción de organismos genéticamente modificados no están soportados en evidencias científicas robustas. No obstante, creo que la discusión no debe girar alrededor de esas posiciones. A mi juicio, el asunto no está en el tema de si la soya transgénica afecta o no la salud humana o ahuyenta o no a las abejas. La discusión debe girar más bien alrededor de tres tópicos: 1) ¿Establecer monocultivos de corte industrial de oleaginosas, transgénicas o no (incluyo aquí a la palma de aceite, o palma africana), favorece condiciones que permitan la seguridad alimentaria de los pueblos originarios, dueños legítimos de la tierra?, 2) ¿se justifica, en aras de la generación de ingresos, establecer cultivos extensivos a costa de la fragmentación de las selvas?; y 3) ¿a quiénes interesa realmente el cultivo de especies commodity, como la soya y la palma africana?; dicho de otra manera: ¿adónde va el dinero?

La complejidad de los ecosistemas terrestres tropicales es evidente: no solamente alojan una gran diversidad de especies vegetales y animales, sino que éstas se distribuyen de manera tal que la estructura de las comunidades de organismos presenta varios estratos, múltiples formas de vida, largas cadenas alimentarias, y redes de intercambio, organizadas de manera que la mayor parte de la energía de los sistemas se almacena en biomasa viva y no necesariamente en los suelos o en la atmósfera. Esta complejidad, a la vez que hace que las selvas sean formidables maquinarias de aprovechamiento de la radiación solar y los elementos que contribuyen a la construcción de los procesos de la vida, hace que –como toda maquinaria fina y sofisticada– tengan en sí un elemento importante de vulnerabilidad: si se rompen las redes, si se hace que disminuya la diversidad de especies o se simplifican las vías de intercambio de energía y nutrientes, el sistema se fragmenta o, en el peor de los casos, se colapsa. Su resiliencia; es decir, su capacidad de volver a algo parecido al balance originario, se ve comprometida sin remedio.

Esta pérdida de resiliencia es lo que se obtiene como resultado ineludible al sustituir las selvas por monocultivos (de pastos, oleaginosas, granos, o palmas de aceite). Y con la resiliencia y la biodiversidad se pierde también el acceso a recursos que deberían ser los cimientos de la seguridad alimentaria de los campesinos del trópico mexicano. Recursos que los pueblos originarios conocen y aprecian, tanto o más que los panuchos. De modo que sí, compañero Peña, se pueden comer panuchos y cuidar la selva. Quizá no se preparen con aceite de soya, sino con manteca, pero con el monte bien conservado, las generaciones por venir también podrán disfrutarlos. De otra manera, tendrán que dejar el campo y buscar empleos marginales en ciudades emergentes, enfrentando una escasez creciente, y frustrante.

Mérida, Yucatán

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