de

del

Fabrizio León Diez
Foto: Juan José Olivares
La Jornada Maya

Martes 21 de marzo, 2017

“Hay que escribir las historias de los personajes que su nombre se escribe con letras minúsculas, también”, me advirtió el historiador Felipe Escalante Tió, cuando llegué a la península.

Ahora que murió mi padre, una noche de diciembre, escribí con la idea de publicar una imagen y contar sobre él, pero no encontré la foto que quería. Pretextos pues.
Igual hice cuando murió Gabriel García Márquez, no era mi amigo, pero mi único encuentro con él fue largo. Lo que ahí sucedió, me cambió la idea de cómo llevar la vida. “De que va”, como dijo.

En una larga velada me explicó a detalle las pistas de aterrizaje que usó para llevar una vida pública, privada y secreta, al mismo tiempo, frente a la mirada de una hermosa y joven mujer tan ebria o más que nosotros.

Lo escribí pero no lo publiqué, porque no encontré la foto que quería. Pretextos, digo yo.

Recientemente, con la muerte de Fidel Castro se repitió el pretexto. Tampoco fue mi amigo, pero me tocó estar en Palacio Nacional en diciembre de 1988 cuando lo recibió Miguel de la Madrid, horas antes de la toma de posesión de Salinas de Gortari, y en una recepción privada con los presidentes de Centroamérica. Alguna simpatía le causó que yo fuera el más joven de los periodistas y actuó para la cámara. Tampoco encontré la imagen. Tampoco busqué mucho.

Todas ellas están en el archivo de [i]La Jornada[/i] y aquellos encuentros los capté por ser reportero, por ser periodista.

Hace unos días, con la muerte de Chuck Berry, Alfredo Domínguez me avisó y recordó una foto que le tomé al ícono haciendo su famoso “pasito del pato”. Ya ni intenté buscarla. ¿Para qué, si hay tantas?

Pero ayer murió el reportero Arturo Cruz y seguramente nunca le tomé una foto. Durante 25 años trabajamos juntos.

Extraordinario reportero de espectáculos y cultura, Arturo tenía una disciplina y solidaridad al límite. Un gusto por el barrio y la exquisitez más barroca por la filosofía. Reportero de origen muy pobre, fue el único de su familia que estudió una carrera en la UNAM, a contracorriente de todo: Filosofía y letras.

Comía mucho pan. Sólo de pan se alimentaba porque su padre era soldado raso y panadero. Todos los días llegaba a su casa con enormes bolsas de pan y de ellas comían todos.

Hizo su carrera y trabajos alimentándose de harina y azúcar. Siempre tenía hambre, como Macario, el personaje de Bruno Traven.

Era un catador de pan y sabía el nombre de todas las formas y orígenes de las piezas dulces y saladas.

También sabía entrevistar muy bien. La crónica y la nota la manejaba como buen diarista y nunca tomaba sus descansos ni vacaciones. Reportero de 24 horas para [i]La Jornada[/i].

Fui su jefe en la sección de espectáculos y durante infinidad de ediciones Arturo fue el reportero, redactor, corrector y editor de la sección. Lo hacía todo. Llegó a redactar 15 notas diarias, hasta que enfermó y la diabetes melló, en los últimos años, su ya de por sí pequeño cuerpo y su humor corrosivo, para volverse una máquina que producía información.

En un tiempo fue altanero, orgulloso y resentido, pero lo suyo era la bohemia y llegó a beber y cantar con rancheros notables en fiestas alucinantes, que a la tarde siguiente me narraba, en medio de una cruda fatal y curada con panes dulces y salados.

De buena memoria, Cruz fue un buen periodista que conocía sus fuentes de información y las mantenía frescas. Entrevistó a miles de artistas malos, mediocres, buenos y extraordinarios.

Sin reconocimiento público, oriundo de Iztapalapa, Arturo Cruz fue un gran cómplice, confiable con la información y atento a su salud, cuando ya estaba diagnosticado como grave.

Perdió la vista y la recuperó, caminaba con bastón y la mirada nublada. Nunca quiso dar lástima; ni pedía ayuda, ni la podía dar, pero siempre estaba atento a la información.

Un día me presentó a su doctor. El galeno quería conocerme y hablar en privado. El Seguro Social podía justificar la incapacidad total de Arturo para trabajar. “Si yo firmo eso y usted lo acepta, vamos a matar a Arturo”. Los dos fingimos demencia y Cruz siguió trabajando.

Lo único que lo mantenía vital era ser reportero, ir diario a la redacción para escribir y publicar en [i]La Jornada[/i], de lo cual presumía.

Cuando me despedí de él porque me venía a vivir a Yucatán para fundar [i]La Jornada Maya[/i], Arturo abrió los ojos y con sus lentos pasos me abrazó y lloró. “!Ay mano, ya no nos vamos a volver a ver! ¡Qué chinga! No comas mucho pan, ni azúcar. Ya no bebas….mucho, y baja de peso, cuídate la vista, pinche Fabrizio, ya no te voy a ver”.

Es hora de hacerle caso a Arturo Cruz, supongo.

Lo encontré la última vez en la calle. Su bastón rozaba paredes y banquetas.

- ¿A dónde vas Arturo?

- A una orden ¿a dónde más?

- Dale. Nos vemos.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
[b][email protected][/b]


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