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José Luis Domínguez Castro
Foto: Afp
La Jornada Maya

Viernes 6 de octubre, 2017

Dice el filósofo rumano Giorgio Agamben que el corazón de la democracia es una imagen, todo aquello que los ciudadanos nos imaginamos que debe de ser o podría ser la democracia: igualdad de derechos y oportunidades, justicia social, participación en la toma de decisiones, libertad de expresión, etc.

Quizá a esto se deba que cada vez que vamos a elegir a nuestros legítimos representantes, escuchamos sus propuestas y votamos finalmente por aquel o aquella que más se acerca a nuestra “imagen de democracia”.

Ciertamente, en nuestros regímenes democráticos se cuida mucho la imagen, se pule al extremo la palabra, se programa con detalle el discurso. Estamos acostumbrados a ver en el político al que sabe orar, ya que es más fácil hablar, proponer, discurrir, que actuar y ejecutar. Pero sabemos que más que eso, la democracia implicaría la concreción de esa imagen en acciones, la realización de la palabra en gestiones, la congruencia entre el discurso verbal y el discurso existencial. Y esto, muy pocos lo logran alcanzar.

En la función pública vemos que son escasos los políticos que nos convencen al final de su gestión; son pocos los gobernantes que terminan con una buena calificación. Pero también, podemos encontrar que, a lo largo de la historia, ha habido ciertos servidores públicos que buscando acercar la imagen con la acción, llegan incluso a ser rechazados por algunos sectores de la sociedad que ven afectados sus intereses. Y, sin embargo, es gracias a su actuación pública, que podemos afirmar que abonaron el árbol de la democracia.

En la historia reciente de Yucatán podríamos encontrar algunos ejemplos de esto. Se trata de imágenes que a través del ejercicio de la función pública, han velado celosamente por el sentido original de su sustancia: servir sin ambages a la sociedad. Son los casos a que me referiré ahora: Eligio María Ancona Castillo (1836-1893); su hijo menor, Joaquín Ancona Albertos (1893-1971) y el yerno de éste último, Aercel Espadas Medina, contemporáneo nuestro. Tres personajes controvertidos en sus respectivos momentos y que pese a todo, se les reconoce la calidad de su desempeño profesional y la valerosa defensa de una imagen pro-democracia que en ellos, se trastoca en una sustancia real que permanece: la búsqueda y construcción de una sociedad diferente. ¡Tres imágenes y una sola sustancia!

Don Eligio, el primero de la tríada, fue un luchador social de la segunda mitad del siglo XIX, defensor acérrimo de las ideas liberales, y en palabras de Leopoldo Peniche Vallado: “figura de gran luminosidad en la esfera de la intelectualidad y en la vida política de los tiempos de la Reforma”. Secretario de Gobierno del general Manuel Cepeda Peraza, es a él a quien le toca firmar las actas de erección del Instituto Literario del Estado, hace 150 años.

Por suplencia en tres ocasiones, funge como gobernador por periodos breves, llegando después a ocupar un digno lugar en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, así como en el Congreso Nacional. A lo largo de sus 57 años, se dio también tiempo para escribir numerosos artículos en revistas y periódicos, y dejarnos numerosas obras de teatro y novelas que lo hacen merecedor de honores especiales en el Olimpo de las letras. Pero sobre todo, por su atinada y siempre oportuna actuación en la vida pública del estado y del país, sus restos mortales descansan para siempre en la Rotonda de las Personas Ilustres. Por extraña coincidencia, su imagen ha sido frecuentemente distorsionada en el imaginario popular o extraviada en sus representaciones escultóricas, tal y como sucedió recientemente cuando “alguien” lo quiso poner a buen resguardo “bajándolo de su pedestal”. Afortunadamente fue rescatado y devuelto al lugar en el que le corresponde estar: el inicio de la avenida Reforma, de nuestra ciudad.

A uno de sus hijos le debemos los universitarios muchas cosas, pues durante el tiempo en el que fue rector (1936-1942), Joaquín Ancona Albertos, Don Huacho tal y como se le conocía en el solar yucateco, se modernizó y reconstruyó la planta física de nuestra máxima casa de estudios. En gratitud, el auditorio de nuestro campus norte de matemáticas e ingenierías, lleva el nombre de este científico yucateco que fue pilar del Observatorio Nacional de Tonantzintla y maestro distinguido de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, donde ejerció la docencia por muchos años. Lástima que su imagen de celoso cuidador del carácter laico de la educación, no fuera reconocida en su propia tierra, sino muchos años después, cuando se le otorgó la máxima presea del gobierno del estado de Yucatán, y honrándolo en la Universidad a la que sirvió ejemplarmente, con la Medalla Eligio Ancona, en 1961. Un grupo numeroso de ex alumnos universitarios e intelectuales expresaba así el reconocimiento a la imagen de este gran educador de 71 años, cuya congruencia existencial contribuyó sin duda a la conservación de la sustancia democrática nacional.

Las huellas de Don Eligio no se pueden perder del todo; cada año, podemos encontrarlas en los perfiles de profesionales, humanistas y artistas que son galardonados en el mes de la patria. Este año, el honor recayó en el arquitecto Aercel Espadas Medina, fundador de nuestra Facultad de Arquitectura, quien posee una extraña mezcla de disciplina y arte; de rigidez estructural y creatividad constructiva y que al igual que las dos figuras anteriores, ha contribuido a la formación de nuestros jóvenes, desde una perspectiva igualitaria de acceso a la educación y una aplicación profesional con clara visión social y regional.

Tres imágenes y una sola sustancia: tres yucatecos y una causa común que nos anima a todos los mexicanos, pese a todo y más allá de la imagen de democracia que tengamos, a seguir construyendo una patria libre y soberana.

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