María Luisa Lignarolo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Jueves 23 de noviembre, 2017

Me habían recomendado el restaurante de comida yucateca de Doña María Cristina Canché Chi y se me hizo fácil llamar por teléfono para hacer una cita.

—¿A dónde hablo?

Del otro lado, imagino la persona sorprendida. —¿Pues a donde quiso hablar?

—¿Es el Restaurante Doña Tina? —insisto.

—Sí.

—¿Hablo con ella?

—Sí —[i]Tajante[/i].

—¡Ah, mucho gusto! ¿Me podría dar una entrevista? He oído hablar muy bien de su restaurante…

—Yo, no tengo nada que decir, mi trabajo lo dice todo —me interrumpe—. Le paso a mi hija Lina.

Finalmente, Lina me pasó con su hijo Carlos, nieto de Doña Tina, quien era el encargado de atender esas cosas, me dijo.

No es difícil encontrar a Doña Tina en Tulum, sobre la avenida Cancún-Chetumal en esquina con Acuario. De todas formas, si tienen cualquier tropiezo, todo mundo la conoce.

¡Y como no!, si Doña Tina tiene 60 años haciendo de comer, me dice Carlos, gustoso de contarme la historia.

—Mis abuelos llegaron aquí buscando un futuro con el chicle desde Valladolid. Como todos en esa época escogieron su pedazo de tierra; de aquí pa ya y de allá pa acá, pusieron su cerca y era todo. Pero la vida entonces no era fácil, mi abuela salía con mi abuelo, se adentraban en la selva a buscar los árboles de chicozapote, para extraerles el chicle.

—Muchas veces tardaban hasta 4 o 6 meses sin regresar. Ella era quien le hacía de comer al grupo. Con el tiempo sembraron en el trayecto; una especie de milpitas con maíz, calabacita, jitomate, chiles… de manera que en el camino iban cosechando y así no les hacía falta de comer. Pero llegaron los hijos y con ellos la hora de quedarse, de tomar la rienda de la casa, llevarlos a la escuela, que en ese entonces era muy rústica, hasta que llegó la tele secundaria. - Terminó Carlos con buen conocimiento de la historia familiar.

El restaurante de Doña Tina está en donde, en esa época, era el final de la brecha de lo que entonces era Tulum. Allí llegaban todos los camiones y se estacionaban, así que sus primeros comensales fueron los choferes. Bien dicen que donde hay camiones se come bien.

Me cuenta Carlos que empezó vendiendo huevo con salsas, pues no le alcanzaba para más. Entonces la comida escaseaba, todo se traía de Carrillo Puerto o de Valladolid.

Con mucho esfuerzo levantó su primera palapa, y pronto corrió la voz de la sazón del restaurante de Doña Tina, como todo mundo la llamaba. Tulum creció a su alrededor y su terreno quedó rodeado de ciudad.

Muchos clientes de esa época siguen siendo sus clientes, me dice Carlos y me señala el gran árbol que cubre de sombra gran parte del lugar:

—Ese árbol se lo regaló un cliente, que él mismo plantó. Todavía sigue viniendo.

Pero la vida le puso enfrente retos enormes; muere el abuelo de un accidente, se queda sola con sus hijos. En un descuido, uno de sus hijos pequeños hace que se le queme todo lo que había logrado hasta entonces.

—Puedo soportar la muerte de alguien. ¿Qué puede una hacer? Pero que se me queme el negocio que te da de comer, es algo difícil de aceptar —me dice Carlos, que le contó la abuela.

Aun así, siguió trabajando como pudo y se volvió a levantar. A pesar de todo es una mujer alegre, a quien muchos le dicen la “ruiseñora”, pues suele estar tarareando o cantando algo mientras trabaja. Afortunadamente ahora cuenta con su hija Lina, quien ha tomado la estafeta de su madre, quien, con su cabecita blanca, veo que va y viene dentro de la cocina, seguramente poniendo el toque por el cual es conocido el restaurante.

Carlos es hijo de Lina y es también ya parte del negocio familiar, graduado en sistemas electrónicos, le gusta mucho la cocina me dice, pero por el momento apoya con los papeles, los bancos, los permisos y demás, pero también hace de mesero cuando se necesita.

—Algún día, me tocará a mí, pues esto que ha hecho mi abuela es para todos.

Decidí finalmente comer. La carta no es muy extensa, con platillos y antojitos yucatecos, pero tienen un menú diario muy variado por el que vale la pena preguntar.

—Todos los lunes, frijol con puerco, como es la tradición yucateca —me advierte Carlos—. Sólo se come en lunes si no, no es auténtico yucateco.

Ese día había pollo en escabeche, pero me habían hablado tanto del adobo, que me fui por el pollo adobado y una sopa de lima. Creo que con la sopa de lima me hubiera bastado, pues estaba muy bien servida.

La sopa de lima del restaurante de Doña Tina, no es igual a la tradicional. Esta tiene un tono rojizo, porque Doña Tina la sazona con una salsita roja, secreto de la casa, que le da un toque diferente. Se le exprime unas gotas de lima y después se le arroja la lima con todo y cascara dentro de ella. La tortilla frita es opcional.

Estuvo delicioso, con ese ingrediente secreto de la comida casera, que muchos añoramos cuando andamos por aquí.

Para entonces el lugar ya estaba lleno de comensales, y Samantha, todavía con su uniforme de escuela, sobrinita de Carlos, iba y venía ayudando a servir. Aprendiendo el oficio del cual se sienten todos orgullosos.

Cuando estaba por irme sentí tristeza de que la diligente cabecita blanca de Doña Tina no me hubiera hecho caso. Pero me equivoqué, pues su indiferencia solo era aparente. Salió a despedirse y un poco apenada me contó que no le gustaban las entrevistas. Recuperándose, me repitió varias de las anécdotas que su nieto ya me había contado, claro sin ese brillo en los ojos de quien las ha vivido. Me despedí con un gran abrazo. Me emocionó la digna humildad de una mujer que se forjó con el sentido común de lo que se tiene que hacer cuando tienes hijos, se te muere tu marido, se te quema el negocio, y te tienes que volver a levantar.

Es el orgullo de las tres generaciones de la cual la vi rodeada. Tiene la íntima satisfacción de haber llegado a su edad con las manos llenas para darle a su familia y sin duda a la comunidad.


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