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Giovana Jaspersen
Foto: Archivo Pedro Guerra
La Jornada Maya

Viernes 3 de agosto, 2018

Cada periodo histórico se construye por historias “oficiales” y muchas aledañas, y a pesar de que las segundas tradicionalmente han sido ignoradas buscando la unificación de un pasado de bronce y común -en muchas ocasiones ajeno-, es en realidad en las microhistorias y su suma, donde es posible vislumbrar lo que sucedió en un periodo, o por lo menos verlo desde sus diferentes cristales y restar generalismos avasallantes que enmudecen otras realidades.

El caso de Yucatán, el llamado periodo henequenero es un gran ejemplo. En él confluyen todo un abanico de historias materiales, económicas y sociales, que distan mucho de la bonanza y el oro verde; mucho menos conocidas y difundidas, pero que son la base de la diversidad de diferentes culturas perceptibles hasta hoy en la península.

Un caso muy particular de lo anterior se materializada en el Museo Conmemorativo de la Migración Coreana. Sería difícil lograr incluir a este museo en una tipología específica, pues es tan comunitario como identitario, y su función social es lo que fundamenta su permanencia. Ocupa el antiguo local de la Asociación Coreana, creada en 1934 por un grupo de ex jornaleros coreanos, en la calle 65 por 44 y 46 (Milenio Novedades, 2015). Es un espacio de la memoria y un refugio de la identidad para los descendientes de los 1033 coreanos que zarparon en 1905 del puerto de Chemulpo (hoy Incheon) y que -a excepción de uno- no pudieran volver nunca a la tierra que los vio nacer; pero también es un escaparate de la cultura y tradición coreana en Yucatán.

Las salas funcionan como un tejido de las historias que encierran y protegen la identidad: la del país, la de sus migrantes en Yucatán y sus condiciones de vida en las haciendas henequeneras; la del mestizaje y la conformación de las familias con rasgos de oriente que visten hipil; la de los descendientes y su rol en la sociedad yucateca; la de la presencia coreana en el estado y sus relaciones diplomáticas, etc. No es un museo de Corea, sino de la Corea yucateca, o del Yucatán coreano; es un muestreo singular de lo que las migraciones de cambio de siglo fueron y son en los descendientes.

Las imágenes cuentan en maya y coreano sin pasar por el castellano, como hablan las huellas del henequén dañando las manos de quienes llegaron buscando bonanza y encontraron condiciones desfavorables, y no en pocos casos inhumanas. Las salas son muestra de que los migrantes, por siglos, han soñado las mismas cosas.

El recorrido es cercano e íntimo, la señora Genny Chans Song, juega las veces de anfitriona y acompaña a quien lo visita, contando la historia en primera persona. Así, los coreanos de 1905 dejan de ser “los migrantes” para convertirse en “nuestros abuelos”. Los materiales expuestos son variados, y adquieren sentido no en su valor material sino en su capacidad narrativa: el hanbok tradicional, réplicas de porcelanas verdes (celadones) y del Geobukeseon o Barco Tortuga; artículos que pertenecieron a la primera generación de coreanos; fotografías, documentos, fragmentos de henequén, pinturas, etc. Todo da voz a los coreanos que perdieron la capacidad de comunicarse al llegar a una patria ajena.

Las piezas se distribuyen de forma tradicional que hoy nos resulta casi anacrónica, sobre mamparas coloreadas en rojo y amarillo se identifican cédulas de objeto que sirven más a quien guía que al visitante, son objeto de uso para su directora que no duda en hacer anotaciones en ellas en relación a las líneas familiares y los datos que no hay que omitir en el recorrido. Así, el museo es un de uso y no una institución que aplana diferencias.

Desde su creación hasta el día de hoy, subsiste gracias al interés de los descendientes y la embajada; con ello, casi nulos recursos y mucho esfuerzo, procura mejorar las condiciones del inmueble histórico y de mitigar los efectos de deterioro. No hay que dejar de lado el hecho de que este espacio ha logrado en participación lo que muchos grandes museos con cuantiosos presupuestos luchan por alcanzar: tener comunidad. Los alumnos en sus cursos de lengua coreana que se ofertan en un local cercano; los descendientes y curiosos que no dudan en llevar a las nuevas generaciones al taller “Cuéntame un cuento Halmoni” (Abuelita) y disfrutar de las degustaciones gastronómicas, así como los asistentes a las muestras de caligrafía y otros eventos dentro y fuera del museo, dan muestra de que las funciones sociales del museo muchas veces distan de la modernización y la tecnología, incluso del presupuesto. Este espacio es refugio y sitio de encuentro para quienes son producto migratorio, pero también es álbum de familia para que en el futuro no se pierda la semilla cultural que se sembró en 1905 y que no se diluya entre mezclas.

El museo es como la mugunghwa, flor nacional coreana, especie resistente a las adversidades del tiempo y espacio geográfico; símbolo de la fortaleza y unión; como ella, el MCMC prevalece y rescata la memoria de un grupo del que sabríamos muy poco si no existiera con su comunidad, y que nos dice mucho acerca de la riqueza y diversidad que se consolidó en el estado con base en las migraciones.

El punto de partida de este texto es El paseo crítico por los museos de Yucatán, trabajo realizado para el tomo IV de la nueva edición de la Enciclopedia Yucatanense, próxima a presentarse.

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