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Jaquelyn Rosado Puerto
Foto: Cuartoscuro

Martes 11 de febrero, 2020

¿Dónde estás Dios; que no te encuentro en los templos de las calles, ni guiando mis pasos por caminos inciertos?

11 de febrero de 1931. En las concurridas calles de París la gente va con pasos apresurados; se dirige a cumplir sus deberes ciudadanos, a visitar a algún pariente, o desayunar en algún café de paso. Una mujer con el alma rota camina sorteando obstáculos entre la algarabía de los niños, las conversaciones de las parejas y la pasividad de los ancianos que observan desde las bancas de los parques el acontecer mañanero. Ella no mira, no escucha, sólo libra batallas internas, convenciéndose de continuar hasta concluir con su propósito de muerte. Nadie la mira, nadie se detiene, su pesar no es visible a los ojos de la gente.

-José, ¿me necesitas?

-Ningún ser humano necesita más que a Dios.

El último diálogo que Antonieta tuvo con José la intrigaba. Él no la necesitaba, sólo a Dios, y ella debía necesitarlo también… La mujer invisible camina presurosa hacia la catedral de Notre Dame, tiene una cita con aquella deidad venerada por el hombre que ama, deidad que sustituye toda culpa masculina por piedad divina, aquel que perdona todo a los hombres pero que condena a las mujeres desde un libro, escrito por los mismos hombres en su nombre.

Poca gente se encuentra dentro de la majestuosa catedral. Aún no resuenan las campanadas que marcan la hora. Los pasos de aquella mujer que nadie ve hacen eco en el silencio. Se sienta frente al gran crucifijo, mira al techo alto buscando a ese ser divino que ha suplantado su sitio en la vida de su amado. Recuerda aquellas reuniones con los Contemporáneos, donde debates intelectuales producían ideas prácticas para componer al país y al mundo a través de escritos y acciones. Fugaces noches donde su voz era escuchada e integrada a conversaciones masculinas en las cuales era un privilegio participar. Pero al surgir el alba se vestía nuevamente de mujer, y sus ideas se esfumaban en la indiferencia, o bien eran difundidas como anónimos.

Para Antonieta Rivas Mercado Castellanos (28 de abril de 1900-11 de febrero de 1931), la cultura era necesaria para el cambio social. Ella misma había crecido en un ambiente favorecido por ésta.

Su padre, el autor de la Victoria alada, su relación con el político José Vasconcelos o su amistad con Federico García Lorca son por quienes es recordada en la historia. Sin embargo, Antonieta fue más que una mujer a lado de ilustres hombres. Bailarina, poeta y escritora, amante de la pintura y del teatro, políglota y mecenas de la Orquesta Sinfónica de México. Con un profundo espíritu literario, su pluma producía ensayos, poemas y libros que expresaban sus opiniones políticas, el sentir de sus vivencias traducido en versos y la sed insaciable por el conocimiento. Incursionó en un movimiento político-cultural que promovía entre otras cosas, la participación de la mujer en el acontecer público del país. Para ella era importante que las mujeres mexicanas de todas clases sociales fueran instruidas y cultas, que el placer de la ciencia, cultura y las artes fuese alcanzable para todas. Un alma incomprendida y acallada por el prejuicio que significaba pertenecer a un género que, si bien en su medio se había abierto brecha gracias a sus cualidades intelectuales y artísticas, aún era supeditado a roles maternos y complacientes hacia el género masculino. Entre derrotas políticas, económicas y personales, Antonieta se refugió en Francia, último país que sentiría sus pasos.

Después de haberme dejado ir en un desbordamiento que pedía a gritos morir, aquí me hallo, bajo un cielo gris, que se toca con la mano, pluvioso, en una quietud que tiene de la convalecencia el asombro de volver a sentir la vida. (Diario de Burdeos, 1930-1931).

En la soledad del templo, la mujer clama a lo divino, desafiante saca el arma de su bolsillo, con las iniciales J.V. cuidadosamente talladas. Mira al alto techo con esos grandes ojos nublados que la caracterizan. Su último pensamiento: su pequeño hijo, inocente y puro amor al cual no tenía ya más qué ofrecer. Se escucha el eco de la recarga y unos segundo después un estruendo que retumba en las paredes. Las palomas vuelan, los fieles creyentes, antes absortos en sus oraciones, salen del trance confundidos. La gente de las calles se detiene, sacristanes corren sin orden por todo el recinto. ¡Una mujer ha muerto! Ante los ojos del altísimo, su sangre ha profanado el templo. Su cuerpo inerte yace a los pies del crucifijo: Aquí me tienes, yo mujer que no pude encontrarte en vida, ni seguir viviendo condenada a un futuro incierto.

El día transcurre y da paso a la noche. Miles de mujeres silenciosas rezan en las catedrales o a la luz de las velas en sus hogares. Claman ser visibles para el ser amado, para el mundo. La mujer invisible ronda entre las calles de París y México, alentando a otras mujeres en su condición a que sus voces se hagan escuchar, que no les sea necesario rezar para encontrarse, ni ser presas del amor romántico; que amamantar o procrear no sea imposición sino elección, que su camino se dirija siempre hacia la justicia y la libertad.

En honor a tu memoria, Antonieta, que me visitaste en sueños.

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