de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Google Maps
La Jornada Maya

Lunes 24 de febrero, 2020

El conflicto de límites entre los tres estados de la península de Yucatán es cualquier cosa menos novedoso. Nace en cuanto el gobierno central decide dividir la región, primero en dos entidades y un territorio federal, y después, al otorgar a Quintana Roo la categoría de estado, en tres entidades soberanas y federadas. Nunca fue un conflicto entre los habitantes originarios – mayas todos – ni entre los diferentes miembros de las comunidades mestizas y de inmigrantes, que se han distribuido por la península estableciendo lazos familiares y de negocios, y cierta identidad cultural (con sus consabidos bemoles, muchas veces expresados en la comicidad de la región). Haber “pintado la raya” de una manera más o menos arbitraria, alimentada por intereses privados, y sustentada en la fuerza del centralismo, creó un conflicto donde no tenía por qué haber existido. Pero en fin, ahí estamos de nuevo, sumidos en un conflicto balín sin pies ni cabeza ni futuro ni sentido.

¿Cómo esperar que gobiernos que funcionan a partir de un provincianismo estrecho de miras, antiguo y ramplón, desarrollen políticas públicas de impacto real en el territorio, de envergadura regional, y con consecuencias en la capacidad local para intervenir en la resolución de problemas nacionales, o aún globales? En los tres estados, y a lo largo de la última década, un puñado de funcionarios, casi todos relacionados con la ejecución de las políticas ambientales estatales y federal, se han esforzado por explorar modelos de alianzas entre municipios, o a nivel estatal, dirigidas a consolidar caminos hacia el desarrollo sustentable, y al manejo adecuado del paisaje ante escenarios de cambio climático.

Frente a discursos localistas y obcecados, no es de extrañar que se pierdan procesos tan interesantes de cooperación como fue en su momento la Alianza para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán, derrotada en un proceso de amparo tan banal como excesivo; como tampoco es de extrañar que resulte tan difícil generar alianzas intermunicipales, mantenerlas vivas y lograr que operen con eficacia y suficiencia de recursos. Pero estas dificultades podrían vencerse con un tantito de lucidez, y una clara posición glocal (en el sentido de pensar globalmente y actuar localmente). Lamentablemente, en nuestra región abundan los actores políticos que piensan micro-localmente, y actúan en función de agendas personales e intereses individuales e inmediatos.

Ya es de por sí absurdo pensar que en un conflicto hechizo haya quien piense que se trata de un asunto legal, que “la historia y el derecho nos dan la razón” y zarandajas por el estilo. Pero cuando el tema alcanza niveles de absoluta impudicia y pérdida del sentido del ridículo, y se emiten declaraciones como la del señor Aysa, que se avienta la puntada de decir que “daría la vida defendiendo el territorio campechano”, la cosa queda oscilando entre la risa y el enojo.

Más allá de la sospechosa actitud de alcaldes y agrupaciones de ciudadanos que pretenden convertir a la propuesta del tren maya en un rehén de sus intereses, diciendo que pararán las obras (que aún no comienzan) si las cosas no siguen el camino que ellos quieren, me quedo con el pobre favor que estas visiones pueblerinas y estrechas tienen sobre nuestra capacidad, en una región que debiera verse como una unidad ambiental, para construir estrategias y acciones que contribuyan a conservar los ecosistemas y servicios ambientales que la constituyen, garantizar la permanencia y movilidad de la biodiversidad existente, garantizar paisajes sustentables para las generaciones venideras, y garantizar y fortalecer la capacidad de las comunidades mayas para convertir sus tierras en sedes de bienestar.

La ridícula perspectiva de patria chica y politiquería fácil, que no busca más que el voto sin más compromiso que la consigna vacua, impide que se avance en la creación de acuerdos que soporten acciones ambientalmente sensatas, socialmente pertinentes, culturalmente aceptables y económicamente rentables. Pensar que hay que vencer al vecino moviendo o no una línea limítrofe sin mayor sentido basado en las características del entorno, es poco menos lo mismo que darse un tiro en el pie. Pero estamos por lo visto empeñados en echar sal a la herida resultante, subir el tono de discursos y declaraciones dramáticas, e invitar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación a perder su tiempo en la discusión de lo que tendría que ser mera trivia.

La discusión acerca de los límites entre los tres estados y la ubicación del famoso Punto Put debería terminar por conducirnos a recuperar el espíritu de la alianza para la sustentabilidad, y caminar por sendas comunes que conduzcan a Campeche, Quintana Roo y Yucatán a un proceso de desarrollo más acorde con las exigencias que imponen a la región sus características ambientales, ordenado en función de las condiciones reales del paisaje y las expectativas concretas de sus residentes locales, y orientado mediante criterios de apropiación sustentable de recursos y servicios ambientales. De otro modo, no nos quedará más que asumirnos descendientes de Pogo, aquel simpático personaje de las tiras cómicas de la sexta década del siglo pasado que decía “Comandante, hemos descubierto al enemigo, y es nosotros”.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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