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Jaquelyn Rosado Puerto
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Domingo 8 de marzo, 2020

Cada vez que piso la Ciudad de México, me convenzo más de que está maldita. Maldición que me hace querer regresar. Una provinciana como yo, acostumbrada a la planicie, a la calidez del clima, a la tranquilidad de los días, que transcurren como si el tiempo no pasara. La gente camina despreocupada, no mira mucho el reloj ni teme envejecer en la rutina de los días. Yo temo al tedio que propone un mismo escenario. Viajo de la calma al caos, en ambos encuentro hermosura. En ambos, a veces, hostilidad. Pero eso no me limita a ejercer mi libertad de caminar este país. Me niego a vivir en una sociedad que le impone a mi género qué sí y qué no debemos hacer. Según los cánones sociales, no debemos viajar solas, porque es inapropiado o peligroso para una mujer andar por ahí, como si lo que nos pudiera suceder fuera porque salimos a buscarlo y lo encontramos. Se sabe que las culpas las cargamos bien, pero es mejor tirarlas en el camino, para hacer más liviano el equipaje. Logro silenciar las voces de advertencia y camino con seguridad, como si anduviera en manada, imantada por esa fuerza de búsqueda de experiencias nuevas. Mi ruta final siempre es la Ciudad de México, metrópoli que me recibe como un monstruo de grandes fauces, que me mastica, me engulle y regurgita para devolverme a mi amado sureste con nuevas historias. Vivo entre esos dos mundos, representantes de una dualidad perfecta. Embriagante paisaje, donde la fusión entre culturas, costumbres y arquitectura diversa, te hace estar en varios lugares a la vez. Mujeres que caminan descalzas hablando consigo mismas, hombres que me miran lascivamente y me arrancan la ropa sin tocarme, voces que pregonan mercancías de dudosa procedencia, silbatos de policía que resuenan en sinfonía con cajas de música, niños que revolotean en los parques pidiendo de vez en cuando una moneda, vagabundos que duermen plácidos en las aceras o en las bancas de los parques, escondiendo en la tumba de su pecho historias infinitas. Estar “a las vivas”, como dicen mis amigas chilangas, cuando se camina por Tepito, Lagunilla o el metro en horas pico, no te vayan a ganar la fila o la cartera. Viene a mi mente una estrofa de la canción de Chava Flores, Sábado Distrito Federal: El que nada hizo en la semana, está sin lana. Va a empeñar la palangana allá en el Monte de Piedad. Hay unas colas de tres cuadras las ingratas. Y no faltan papanatas que le ganen el lugar…

Ciudad de México, eres la ciudad maldita, colapsada por una conquista blanca que mezcló su sangre con la indígena, profanando suelos sagrados, tejiendo la historia de muchos colores; donde estar alerta, caminar a prisa y detenerse a mirar un cuadro de grandeza o de pobreza es inevitable. Miro el cielo y los edificios, abordo el metro y si es muy noche, el taxi. Descanso la mirada en las jacarandas en flor. Paisajes contrastantes de color violeta y gris. Duermo, tomo fuerzas y camino sin miedo por callejones malolientes, donde un hombre me advierte del peligro, ofreciéndose a ser el centinela que cuide mis pasos. Me niego amablemente y desvío la plática de mi aparente fragilidad femenina hacia la utilidad de su orientación para encontrar un lugar. Agradezco y camino más aprisa, dejando atrás unos ojos que me miran hasta perderse en una fantasía erótica, que cubrirá la cuota del día, una historia más en las cantinas. Voy con maleta en mano abriéndome paso entre la gente. Los aromas de pan recién horneado, de orín recién vaciado, de atole y de tamales invaden mis pulmones. Bienvenida a la ciudad maldita, entre pinos y abedules, aromas a café, pan y cañerías, prostitutas, obreros y profesores que se mezclan y se alejan. Taqueros que alegres silban, ágiles sirven exquisitos manjares, degustados de pie por comensales que pausan su prisa para luego subirse al vagón del metro que los llevará a sus destinos forzados. Una sinfonía que me hace recordar a la vida misma, tan cambiante, tan diversa, tan llena de emociones, placeres y desdichas… me detengo a escribir un poco: Así la vida, con alegrías y desgracias, lágrimas y risas. Pasa como pasa el caudal del río, a veces pasible, otras, iracible. El sol calienta según la estación, y yo quiero tener, siempre, a la primavera en mi corazón.

Llego al encuentro con el motivo principal de ese viaje. Voy a sus brazos como si le conociera desde niños. Ese momento me hace amar aún más esta ciudad. Y es cuando todo se hace nada… ¡Bendita seas ciudad maldita! que me has ofrecido aromas, sabores, experiencias, amigos y amantes que escriben mi cuerpo y llenan las páginas de mi vida. Atráeme a tu centro siempre, que viviré entre tus mares de gente, entre tu música, tus sabores y colores. Entre la locura, la cordura y el peligro, entre las voces que piden justicia y las que cantan despreocupadas, celebrando la vida. Regresaré a provincia a purificarme en aguas dulces de cenote, o mares que reflejan la luna. Para volver a tus calles, renovada. Y tal vez morir ahí, en los brazos de mi amado, de la mano de un amigo, bebiendo café, pulque o vino, bajo un árbol de flores violetas, mirando pasar las causas del destino. Valdrá la pena haber vivido.


[i]Ciudad de México[/i]
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