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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Miércoles 15 de abril, 2020

Grandes plumas, escritores de veras, han dedicado páginas brillantes para hablar de lo que nos pasa cuando enfrentamos una epidemia. Ahí está La gran plaga de Londres, de Daniel Defoe; o La Peste, de Albert Camus. Cuando Andrés Silva nos pidió escribir algo acerca de nuestras experiencias a lo largo de estos días de pandemia, accedí enseguida, pero no había terminado de decir que sí, que me apuntaba, cuando empezaron a temblarme las corvas. ¿No habría hecho mejor en decirle que ahí están estos señorones, y que los lea, o los relea, que ya ellos han dicho mejor de lo que yo jamás podría decir, todo lo que se pueda expresar acerca de cómo una comunidad enfrenta una situación como la que hoy vivimos? Pero, en fin, ya he dicho que lo haré, y aquí me planto frente a la pantalla en blanco, a ver qué puedo decir en unos cuantos párrafos.

Para empezar, estas ideas salen de un lugar de privilegio: no he contraído el SARS-CoV 2, ni he estado –que yo sepa– en contacto con nadie que lo padezca. Estoy recluido en casa con mi esposa y mi hijo mayor desde que se anunció que los adultos mayores deberíamos quedarnos a buen resguardo. Desde la ventana de mi despacho veo el jardín y me recreo en sus sutiles cambios cotidianos, estoy rodeado de libros, tengo mucha música a la mano, Netflix y otras plataformas me ofrecen infinitas horas de entretenimiento, y estoy en constante comunicación con mis amigos, mi familia y mis compañeros de trabajo. Veo, pues, los toros desde la barrera.

No obstante lo cómodo de mi posición, no dejo de estar cotidianamente conmocionado por lo que sucede a mi alrededor, por lo que está pasando en mi país, por la manera en que responde la gente ante una situación que se perfila cada día más extrema, y por las fantasías –unas terroríficas y otras francamente cómicas– que nos vamos construyendo para tratar de prefigurar lo que vendrá. Entiendo que la pandemia seguirá su curso de manera más o menos irremediable, y que lo que podremos hacer, como sociedad, es tratar de que lo haga más despacio. Entiendo también que el COVID-19 estará en adelante acompañándonos como una cosa más de la que tendremos que cuidarnos. No va a desaparecer, y habremos de aprender a vivir con este nuevo virus.

Dicho esto, ¿qué es lo que encuentro atemorizante?, ¿qué me impresiona y asombra?, ¿qué me preocupa? No me quitan el sueño las discusiones acerca de las cifras, los muestreos y los modelos. No creo que la autoridad nos oculte deliberadamente cifras (¿de qué le serviría?) Tampoco creo que a quienes no estamos en la trinchera de la lucha cotidiana contra la pandemia nos diga más o menos que se use el modelo Centinela, o algún otro instrumento estadístico, para monitorear el avance de la catástrofe. Lo que sí preocupa –y hasta asusta un poco– es sí estamos haciendo todo lo que debemos hacer para evitar contagiarnos y, llegado el caso, contagiar a otros: ¿Aplico correctamente las medidas de prevención?, ¿son suficientes, o debería estar haciendo algo más?, ¿debo ir al supermercado a comprar víveres, o los pido a domicilio? Y si me los entregan en casa, ¿no estoy invitando el contagio, como quien invita al vampiro?

[b]Prevalece el miedo[/b]

Hablando de miedos, ¿cuándo empiezan los responsables de la seguridad a pensar que las medidas extraordinarias que hoy aplican son buenísima idea, y hay que hacerlas permanentes, convirtiendo al país en un estado fascista y policíaco? Hoy veo un dron sobrevolando mi casa y quiero tranquilizarme pensando que alguien vigila que la gente no salga de sus casas sin necesidad; veo que instalan barricadas a la entrada de los pueblos, y supongo que encuentran en ello una cierta medida de control de acceso, que ayuda a evitar que ingresen a la comunidad portadores del virus; leo que establecen horarios en los que queda prohibido circular por la calle, o sugieren que se denuncie la reunión de personas cuando ésta no cumple más propósito que entretenerse, o se prohíbe o limita la venta de bebidas alcohólicas, o se alienta a los ciudadanos que vigilen las actividades de sus vecinos, y quiero creer que entre todos buscamos maneras de cuidarnos unos a otros.

Peor lo cierto es que lo que prevalece es el miedo. Y a pocas cosas hay que tenerles más miedo que al miedo: una vez que arraigue, traerá consigo la tentación de la autoridad responsable de la seguridad, vigilancia y sanción como agente disuasor. Sueltos a volar los drones, activados los retenes y las restricciones de horarios y de tránsito, ¿estaremos dispuestos a renunciar a las libertades que tuvimos, en aras de alcanzar una seguridad ilusoria, y entregar del todo nuestro albedrío a las “fuerzas del orden”? Temo que, como Aladino, hemos dejado salir al genio de la lámpara. A ver ahora quién es el guapo que vuelve a meterlo.

Miedos aparte, el encierro en que nos tiene la pandemia me ha mostrado algunas cosas que antes había perdido de vista, sumido en la cotidiana “normalidad”. Quienes hacemos trabajos de gabinete, lo seguimos haciendo a distancia, y a veces incluso da la impresión de que esa distancia nos permite ser más eficientes y productivos. Pero, ¿y quienes se dedican a trabajos manuales, como la construcción o la producción fabril?, ¿o quienes atienden comercios o empresas de servicios como la hotelería o los restaurantes, fondas y demás expendios de comida?, ¿o los artistas y los artesanos?, ¿o las pequeñas empresas (y algunas no tan pequeñas) como lavanderías, talleres, zapaterías, sastrerías, etcétera y otro larguísimo etcétera? Ante la ausencia de apoyos gubernamentales sólidos y eficaces, ¿cómo sostenerse durante este intervalo en que ni salgo de casa, ni hay clientes que demanden mi labor?, ¿voy a sostener mi empresa con el aliento de mi solidaridad con mis colaboradores?, ¿de dónde?

[b]Incertidumbre, el nombre de cada amanecida[/b]

Veo y escucho a mis amigos, muchos de los cuales en Cuba se llamarían “cuentapropieros”, y entiendo cada vez más su angustia y su impaciencia: ¿cuánto más va a durar esto?, ¿por qué nadie nos dice cuál es el plazo esperando?, ¿de dónde vendrán apoyos que nos permitan sobrevivir?, eso que llaman “recuperación”, ¿cuándo empieza, y con qué se come? La incertidumbre es el nombre de cada amanecida, y con la incertidumbre viene la desconfianza, y la decepción, y la rabia. Todos estos sentimientos pueden hacer que dejemos de pensar, que reaccionemos cegados por la ira y la desesperanza. Si esto sucede, la recuperación va a ser mucho más difícil y dolorosa.

Al mismo tiempo, hoy veo trabajos que ayer no veía, porque los daba por hechos, y que hoy considero cercanos al heroísmo, o francamente heroicos. El ejemplo obvio es el de los trabajadores de la salud. El caso de los médicos es evidente, pero solemos olvidar a los profesionales –hombres y mujeres– de la enfermería, a los afanadores, camilleros y demás personal que permite que nuestro sistema de salud funcione (a pesar de todo, aunque el pavor nos lleve a descalificarlo como si no estuviera haciendo hasta lo imposible por mantenernos sanos). Y además están ahí los trabajadores de limpia, que se hacen cargo de los residuos que generamos, arriesgando su salud y su integridad pandemia o no. Y los trabajadores y trabajadoras domésticos, que con un tesón incomprensible e inimitable generan las condiciones de vida que permiten a pequeños burgueses y demás fifís dedicar sus horas a lo que consideran importante.

Dicho sea de paso, y desde una perspectiva fifí, hoy que estamos, como cuando éramos mucho más jóvenes, puestos a mantener por nuestro propio esfuerzo condiciones de vida razonablemente pulcras y ordenadas, aprendo a apreciar en lo que vale el esfuerzo que realizan quienes nos ayudan a ordenar lo cotidiano, y que al hacerlo nos liberan tiempo para trabajar en lo que preferimos trabajar, entretenernos, “cultivarnos”, o pasmarnos frente al televisor, tiempo que les robamos a cambio de un salario que casi nunca puede considerarse justo, y que hoy no puedo compensar más que con un hondo agradecimiento, más afecto, y una promesa de solidaridad futura.

[b]La normalidad era el problema[/b]

Esta pandemia, como las pestes de antaño, pasará. Dejará tras de sí un panorama catastrófico y algunas enseñanzas, y un largo reto de reconstrucción. Muchos piensan que esa reconstrucción será una “vuelta a la normalidad”. Pero en realidad, una de las cosas que esta crisis nos está enseñando es que esa normalidad era el problema, y que mal haremos en pretender retornar a ella sin más. Ojalá que el paso de un jaguar por los hoteles de Playa del Carmen, un tucán en una barda chetumaleña, un amanecer límpido en la Ciudad de México, un día sin ruido, una tarde en familia, entregados al parchís o las damas chinas, nos hagan apreciar una vida diferente. Ojalá estos días nos hayan servido para imaginar un país distinto, más solidario, más consciente de la riqueza de nuestro entorno, con una visión más clara de lo que podría ser un mundo más limpio, menos dispendioso, con la mirada más puesta en cómo hacer para que nuestros hijos y nuestros nietos vivan mejor, y no en cómo hacer para acumular más cosas más rápidamente. Ojalá que esta pandemia logre que amanezcamos mañana siendo mejores de lo que somos hoy.

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Edición: Ana Ordaz


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