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Foto: www.woddyallenpage
La Jornada

Nueva York.
1 de diciembre, 2015

Rueda una película detrás de otra, trabaja de director y de vez en cuando de actor, y aún así hay una cita sagrada para Woody Allen: tocar el clarinete los lunes en un hotel de lujo de Nueva York. Hoy cumple 80 años.

Acompañado por la Eddy Davis New Orleans Jazz Band, Allen lleva 15 años subiéndose al escenario del hotel Carlyle todas las semanas con muy pocos meses de interrupciones.

Si él no puede acudir a su cita en algún momento, nadie debe sustituirlo. Así es como está establecido. La banda y Allen han estado además de gira por todo el mundo.

El clarinete, y sobre todo interpretar con él jazz de principios del siglo XX, es el pasatiempo favorito del aclamado director de cine. Sin embargo, y también como siempre con Allen, no lo lleva con facilidad y alegría.

No bromeo: hasta para ser tan malo como yo hay que practicar todos los días, declaró una vez Allen al Village Voice. Soy músico aficionado. No tengo gran oído. Soy muy mal músico, algo así como un jugador de tenis de domingo.

A pesar de ello, continúa. Si hay un día en el que por alguna razón no puedo practicar, algo que no suele ser habitual, me siento tan mal que nada vale la pena. Aún así, aunque tuviera tiempo como para poder practicar unas cinco horas al día, nunca sería grandioso. Sencillamente no está en mí.

La vida de Woody Allen podría estar sacada de una de sus películas, que siempre abordan el lado más extraño, disparatado y a veces no tan divertido de las cosas. El director lleva décadas haciendo reír a millones de personas.

Woody Allen, nacido el primero de diciembre de 1935, es la encarnación viva del cliché de un neoyorquino judío: delgaducho, culto, intelectual, creativo, lleno de dudas sobre sí mismo, melancólico e incluso depresivo. Desde hace más de medio siglo intrepreta el mismo papel: el de un perdedor encantador y sin suerte que sólo intenta es salir adelante, una especie de Charlie Brown judío. En yiddish a ese tipo de perdedor se le llama nebbish y Woody Allen lo representa a la perfección.

Allen, cuyo nombre real es Allan Stewart Konigsberg, creció en una familia judía ortodoxa en la que se hablaba yiddish e incluso un poco de alemán. Mi madre siempre decía que fui un niño feliz hasta que cumplí cinco años, contó en una ocasión. Ya de joven cumplió con el cliché de intelectual neoyorquino y fue al sicoanalista. Al parecer padecía a la vez agorafobia y claustrofobia... imposible de aclarar.

Pero el genio de las gafas de pasta encontró su medicina. Hacer películas es una buena distracción del tormento de la vida, admitió, y siempre fue creativo y productivo. En el colegio ya escribía artículos satíricos para los periódicos; después lo hizo para cómicos como Bob Hope, y a los 30 años ya era uno de los humoristas más conocidos de Estados Unidos y ganaba miles de dólares con cada actuación.

Cuando se ponía detrás del micrófono, lo hacía con sus inseguridades y sus actuaciones no eran una sucesión de chistes sino prácticamente monólogos. Inventó la máxima de todos los cómicos de stand-up: Es divertido porque es verdad. Todos los que han venido después en Nueva York, desde Jerry Seinfeld a Louis CK, son sus descendientes.

En la vida real adoptó un niño y una niña junto a la que durante muchos años fue su pareja, la actriz Mia Farrow, y tuvieron un hijo, Satchel. Como si de una de sus películas se tratase, el cineasta se enamoró de otra de las hijas adoptivas de Farrow, Soon Yi, 35 años menor que él. Tras separarse de Farrow, ella lo acusó de haber abusado de su hija Dylan cuando tenía siete años. Pero Allen nunca estuvo a solas con la niña y el médico que evaluó el testimonio de Dylan determinó que las acusaciones fueron inventadas o inculcadas a la pequeña.

Finalmente, el cineasta se fue a vivir con Soon Yi, con quien se casó en 1997 –él de 61 años, ella de 26–y adoptó dos niñas. Según Allen, es lo mejor que le pasó nunca. Pero para otros fue algo más bien vergonzoso y supuso el fin de su época dorada, en la que creó obras como Annie Hall, Manhattan o Hannah y sus hermanas.

Maestro de la reinvención

Sin embargo Allen siempre ha conseguido reinventarse. Cruzó el Atlántico y rodó en España Vicky Cristina Barcelona, con Penélope Cruz y Javier Bardem; en Londres (Match Point, Scoop), en Roma, e incluso con la entonces primera dama francesa, Carla Bruni, a la que incluyó en el reparto de Medianoche en París. El guión de ésta le valió su cuarto Óscar, después de los dos que consiguió con Annie Hall (director y guión) y el que logró con Hannah y sus hermanas (guión).

A un ritmo de una película al año, ahora Allen ha vuelto a proponerse demasiado, según sus palabras. Se trata de una serie que producirá para Amazon, la maldición de su vida, según confesó. No es de extrañar, ya que se trata de su primera serie, y no sólo como director o actor. Nunca he visto una serie de televisión y no tengo pensado hacerlo, afirmó.

A los 80 años, ¿piensa en la muerte? Woody Allen lleva décadas haciéndolo. No tengo miedo a la muerte, sólo quiero estar allí cuando suceda, dijo una vez. El director se ha convertido en toda una leyenda, algo que para él supone un pequeño problema: Hace poco alguien me dijo que seguiría viviendo en el corazón de la gente. ¡Pero yo quiero seguir viviendo en mi apartamento!


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