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Manuel Alejandro Escoffié
La Jornada Maya

9 de octubre de 2015

Dos semanas después, sigo en mi penitencia. ¿Qué otros adjetivos podrían reivindicar a Orson Welles? Tras algunas horas de estar partiéndome la cabeza, por pretencioso que suene, “contenedor de voces” me viene a la mente. Si lo anterior es señal de que tal vez me he esforzado demasiado, también lo es de que recuerdo la anécdota sobre cómo, en medio de alguna de las decenas de producciones teatrales del Mercury, interrumpía los ensayos para tomar una ambulancia y correr como rayo a una estación radiofónica, donde segundos antes de transmitir, un guión lo esperaba para indicarle el personaje cuya voz habría de caracterizar ante millones de oyentes en ese momento. Fuese “La Sombra”, Long John Silver, Drácula, Sherlock Holmes, Edmond Dantes, Sigmund Freud, o “un chino de 90 años” como recordó en una entrevista televisiva para la BBC, nunca faltaba que tuviese guardados a estos personajes y muchos más en su bolsillo; listo para hacer uso de cualquiera de ellos, dependiendo de lo que la situación ameritara.

Otro término que vislumbro, aunque pecando de lugar común, es “iconoclasta”. Tal vez sea mejor redondearlo a “inconforme”. Pedirle a alguien como Welles un producto convencional, lo que entonces habría sido entendido como una “película de estudio”, era la manera más efectiva de provocarlo/motivarlo para entregar cualquier cosa menos lo esperado. ¿Por qué hacerlo así cuando puede ser de otra forma? ¿O de esta otra? ¿O de esta? “Variedad” era y sigue siendo una palabra anatema en Hollywood. Y Welles, hiciera lo que hiciera, con ilimitados o nulos recursos, la entregó siempre a raudales. La entregó al convertir lo que iba a ser un trabajo por encargo como director de Sed de Mal ([i]Touch of Evil[/i], 1958) en una clase magistral sobre cómo elaborar un legítimo plano secuencia. La entregó al tomar como base de adaptación no a uno, sino a cinco dramas históricos de Shakespeare en Campanadas a Medianoche ([i]Chimes At Midnight[/i], 1966). Y por supuesto, sin paralelo a cualquiera de sus aventuras cinematográficas, la entregó con todo el alma en Fraude ([i]F for Fake[/i], 1973); su más valiosa contribución al arte cinematográfico desde [i]Ciudadano Kane[/i], y por la cual estaría dispuesto a apostar mi propia vida a que la mayoría de quienes leen estás líneas ni siquiera saben de su existencia.

A diferencia de tantos “cineastas” que son en realidad maestros para mantener al mundo en la costumbre de esperar cada vez menos, con Orson Welles siempre se puede esperar más. Porque confía en el espectador y en su inteligencia. Porque sabe que ambos lo merecen. Y por eso mismo, en estos momentos más que nunca, me duele la demora de este sencillo pero quizás a la larga efectivo homenaje. Dime, Orson… ¿Estamos a mano?

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