de

del

Jorge Miguel Cocom Pech
Oochelo'ob: Gonzalo Pérez Santos
K'iintsil

Guadalajara
Lunes 5 ti' diciembre, 2016

Agradezco a las instituciones convocantes del Premio de Literaturas Indígenas de América, 2016, el haberme invitado a participar en esta justa literaria; agradezco a Gabriel Pacheco Salvador, Presidente de la Comisión Interinstitucional del PLIA, todas las atenciones de que he sido objeto, tanto de su parte, como de su equipo de trabajo, los más visibles, Lic. Uriel Nuño y a la licenciada Ernestina Ureña; reciba también mi gratitud, el Centro de Estudias Mayas del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, por haberme postulado para participar en la Convocatoria del PLIA; asimismo, agradezco la presencia, de los representantes de las otras instituciones convocantes del Premio; agradezco la presencia, de la Subsecretaria de Cultura del Gobierno de Campeche, Mtra. Juanita Rodríguez, la que, independientemente de su cargo, siempre me ha apoyado para seguir escribiendo; agradezco a mis hijos Alejandro Junnabk’u y Jorge Javier Cocompech López el apoyo que me dieron para reunir los documentos probatorios del que fui requerido para participar en el Premio, sin esa invaluable ayuda, no estuviera aquí; agradezco a mis primas hermanas que, viniendo de tan lejos, me acompañan en estos momentos, Adolfina y Carmen Díaz Pech; agradezco al poeta Ramón Iván Suárez Caamal, quien, entre otros, me condujeron por los intrincados caminos de la lírica y la narrativa. Son tantos los amigos y compañeros que me acompañan, que les pido perdón a todos, por no poder mencionarlos a cada uno. Finalmente, agradezco al H. Jurado Calificador del PLIA, integrado por Libertad Manque, de Chile, de origen mapuche; al Dr. Arturo Gómez, hablante de la lengua náhuatl, de la zona norte de Veracruz; y, a Eliza Ramírez, el haberme favorecido con la designación del Premio PLIA 2016 3n el género de la narrativa.

K’ame’ex u níib óolal in puk’sí’ik’al. Reciban, todos, la gratitu de mi corazón.

Recibo este Premio porque considero que no se honra a una sola persona, sino a un pueblo del que heredé la belleza de su lengua literaria, inicialmente oral, y luego escrita. Prueba de ello es que provengo de una región de la Península de Yucatán con una larga tradición por la escritura testimonial y literaria: El Ritual de los Bacabes, escrito por Juan Canul, Batab de Nunk’íní; el Códice de Calkiní, escrito en la cabecera del mismo nombre; la Carta al Rey Felipe II, también del mismo lugar; y, Los Cantares de Dzitbalché, texto literario en el que abrevamos un buen número de poetas que escribimos en la lengua maya peninsular; sin embargo, el soporte de toda esa riqueza literaria, pasada y presente, se alimenta del portento de nuestra tradición oral en la que, se conservó a escondidas, más allá de lo que la evangelización cristiana no pudo destruir: ceremonias, rituales, conjuros y relatos de nuestra cosmovisión ancestral; aún recuerdo a la finada doña Mila Puc, completamente monolingüe, relatos que más tarde encontré en las páginas del Popol Vuj; otros, más vivos y seductores, fueron los que adquirí en los rituales de paso a que fui sometido por el padre de mi madre, don Gregorio Pech, con el propósito de salvaguardar saberes que venían caminando en la oralidad, once generaciones atrás.

Recibo este Premio, porque sé que no se honra a una persona, sino al pueblo de mis orígenes, Calkiní, Campeche que me forjó en los difíciles años de la pubertad, la adolescencia y la primera etapa de mi mocedad. Con el paso del tiempo, los hombres y mujeres vamos cobrando conciencia de que somos hechura social. Nadie educa nadie. Nos educamos unos a otros, escribió Paulo Freire en su asombroso libro, La educación como práctica de la libertad.

El homenaje que hoy me hacen las instituciones convocantes, al entregarme este Premio, reitero, pertenece al pueblo de mis padres, de mis hermanos, de mis abuelos y de mis hijos; también, lo comparto con todos aquellos que, ayer y hoy, forjamos nuestra historia, entreverando el pasado presente, inasible y siempre fugaz, preñado de un futuro que, al hacerse presente volátil, pareciera que nunca alcanza a posarse en el fluir del tiempo: son instantes, sin dejar de ser instantáneamente presente ni instantáneamente pasado. Somos, eterna fugacidad en el tiempo que no se mide con la precisión de un instrumento, sino por la huella del bien que nos hacemos unos a otros, muestra de la vitalidad de la solidaridad de la conciencia; somos, si queremos, un tiempo con la otredad, parte de nuestra solidaridad comunitaria, que se resiste a la finitud de la existencia.

Personalmente no tengo más mérito que el haber sido un sobreviviente, que como los que todavía hablamos el idioma de nuestros mayores, transitando nuestra niñez y adolescencia, soportando el desprecio a nuestra identidad y sentido de pertenencia, tanto en la calle como en la escuela, para preservar la lengua heredada de nuestros antepasados, en los días cuando hablarla significaba sobreponerse a la discriminación y al racismo de parte de aquellos que, en esos años, difícilmente comprendían la importancia de mantener vivas nuestras culturas y lenguas originarias, el maya peninsular, como es el caso de los que descendemos de la cultura y de la familia lingüística maya, preservada en treinta lenguas en un área geográfica de poco más de quinientos mil kilómetros cuadrados, comprendiendo Honduras, El Salvador, Belice, Guatemala y México. Tan solo en la República de Guatemala, se hablan 21 lenguas de esta numerosa familia, siendo el kiche’ y el k’ak’chikel, las que con más hablantes cuentan en ese país; en México, originariamente se puede contar con nueve lenguas mayas; y, después de la dolorosa migración guatemalteca a nuestro país, en la década en los años ochenta, se sumaron seis más.

Esta distinción, la comparto también, con aquellos que me durante la infancia nos lastimaron con su desprecio; porque, sin proponérselo, a mí, me infundieron que la lengua y la cultura de mis abuelos, se arraigara en lo más profundo de mi ser.

Hay que reconocer que, en México, poco a poco, a través de las instituciones culturales, universitarias, gobiernos locales, estatales y federal, se van preocupando y ocupando por promover el enaltecimiento de las raíces de nuestros orígenes culturales y lingüísticos. La creación del INALI y la Dirección General de Educación Intercultural Bilingüe es una muestra que, aunque con lentitud, y cierto desdén, el estado mexicano voltea a mirarnos. Falta mucho por hacer en materia de salud, educación, electricidad, caminos, seguridad, empleo, protección de nuestros ríos, lagunas, así como también, hacer más con la protección invaluable de la riqueza de nuestro subsuelo, ahora en la mira de empresas extrajeras que, coludidas con autoridades federales, estatales, municipales y ejidales, están listas para explotarlas sin el debido respeto, como nosotros lo venimos haciendo con prácticas culturales ecológicas. Aprendimos a respetar y convivir en armonía con la tierra. Aprendimos a cuidarla, sin alterar el orden del ecosistema; porque, (…) “La verdadera civilización será la armonía de los hombres con la tierra, y de los hombres entre sí”, reflexión que Diego Rivera escribió sobre un enorme mural al interior de las arquerías del edificio de la SEP. En esa imagen, que aún recuerdo, la frase está escrita en una manta que sostienen dos infantes: un niño obrero, vestido con un overol azul y otro con rasgos indígenas, vestido todo de blanco. Hoy, las fracturas notorias en la armonía entre los hombres entre sí, a que hace referencia el texto, se nota a través de sentir la presencia de un estado divorciado del pueblo y, éste, con angustia contenida, ve la cada vez imparable depredación de la naturaleza, muestra que de nada hemos aprendido de ese pensamiento escrito en uno de los murales de la SEP, ni mucho menos de su actual titular.

Reciban todos, la gratitud de un escritor que al aprender a hablar lo hizo en la lengua de sus padres: lengua maya. Hoy y aquí, afirmo que nunca pensé que, mantener viva la lengua y la cultura heredada de mis antepasados iba ser objeto de un reconocimiento, de un premio.

La identidad de un hombre, como la de un pueblo, es su huella permanente en el tiempo. Un hombre sin identidad, sin rostro propio, es un títere hecho con polvo de cenizas; pues, al primer soplo seductor de los espejismos, éste carente de conciencia, se desmorona; porque, un hombre como un pueblo, despojado de su voluntad, ésta se trastoca en pedacería de papel y, presa fácil del mercado, se convierte en una baratija consumida por otros.

Por eso, reconozco que quienes todavía hablamos alguna lengua ancestral y la transmitimos a las nuevas generaciones, sabemos que la conservamos como la piedra preciosa de nuestras identidades. Un pueblo como un hombre que pierde su identidad, deja de ser sujeto que conduce su destino y se convierte en un objeto de caducidad inmediata.
La vida es un largo camino sembrado de sorpresas, no excento de abrojos, pero que, el día de hoy, ustedes apartan del mío.

México vive momentos cruciales, momentos de definición. Yo creo en el hombre. Ha sido mi credo de siempre. Creo, válgame la redundancia, en sus creaciones y en el baluarte de su conciencia. Gracias a su conciencia el hombre remonta el curso de las adversidades, alzándose siempre, por encima de éstas, con las alas de su dignidad. En todas la épocas, pero más en éstas, el hombre hace un esfuerzo por no trastocarse en escaparate de autocomplacencia anodina ni convertirse en simple depósito de consignas políticas y mercantiles que pretenden borrar lo más precioso que posee: su dignidad.

Un hombre sin dignidad es un esclavo. La dignidad no es presea para ostentaciones, porque no es oropel o moneda de circulación mercantil. Si bien es cierto que el libre comercio es un espacio para la circulación de las mercancías con menos tasas impositivas, la dignidad que hereda un hombre a otro, lo es para que conquiste su perennidad más allá de la adversidad y del tiempo. Si un hombre desprecia su dignidad, se convierte en una baratija al alcance de otro que la puede comprar. La dignidad, cuando se asume con conciencia, ésta se excluye del mercado de la oferta y la demanda. Un hombre digno nunca tiene precio y, si lo tuviera, sería el precio de ser preso de sí mismo.

En un descuido, por falta de conciencia, es posible que a los hombres y mujeres, nos puedan someter y apresar las redes de las ideologías espejistas y nos convirtamos en presos de sus consignas, pero de esos hilos, que a veces no vemos, sólo nos libera lo más preciado del hombre: la dignidad. Hoy, después de lo que hemos padecido en los últimos cuarenta años, una creciente desigualdad social, impunidad, inseguridad, desmedido saqueo del erario, nos hace ver que la ausencia de dignidad en nuestra vida cotidiana, puede hacer que, obnubilados por el espejismo de la globalización y la supuesta “democracia” ¬––que hemos esperado desde principios del siglo pasado¬–– aún sigamos padeciendo más humillaciones impuestas por los intereses creados que se han apropiado de las instituciones. Las instituciones culturales en México ya no deben seguir siendo las pordioseras en el contexto actual. A través de la cultura se afirman las identidades de lo que somos; somos un país plural, cuya diversidad nos enriquece, no nos empobrece. Ofende a la sociedad mexicana el ver como se dispendian recursos económicos destinados a la supuesta “alternancia política”, que no es más que la máscara de la farsa electoral que venimos padeciendo desde el Porfiriato. Propongo que el 10 por ciento del presupuesto destinado al INE, una institución que no le sirve al ciudadano, sino que está al servicio de las dirigencias de los partidos políticos, instituciones fábrica de políticos de dudosa integridad y honradez, una muestra lo son los últimos ex gobernadores que desviaron cerca de 200 mil millones de pesos; sí que un 10 por ciento del presupuesto destinado al INE se aplique a las instituciones culturales de nuestro país.