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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Martes 26 de julio, 2016

Nadie se muere por comer granos genéticamente modificados. Al menos, no hay evidencias robustas de que esto pueda suceder. Incluso puede ser que tengan algo de razón quienes sostienen que la exportación de mieles mexicanas no se vería perjudicada a partir del incremento en las superficies sembradas con soya transgénica. Pero la discusión real, la de fondo, es otra. Los acentos que se le han dado están mal ubicados. El caso es que la introducción de cultivos transgénicos, como la soya, en regiones como el sureste mexicano, y en particular en la Península de Yucatán, tiene muy graves implicaciones en términos de seguridad alimentaria, de impactos en la agro biodiversidad (íntimamente relacionada con la cultura de los mayas originarios), y de puesta en cuestión de los esfuerzos dedicados durante las últimas décadas por el mismo gobierno federal que hoy promueve los transgénicos, de proteger los ecosistemas característicos de la región.

Empecemos por examinar el asunto de la seguridad alimentaria. La agricultura por contrato, modelo consustancial al cultivo de transgénicos, al menos en México, implica que los dueños de la tierra se obligan a cultivar un solo producto, de manera uniforme, “empaquetado” con los agroquímicos que su éxito demanda. Más allá de consideraciones moralizantes, esta idea, en una región francamente biodiversa, donde la producción agrícola debería estar poniendo la mirada en la producción de múltiples especies, en cultivos complejos y estratificados, por ejemplo, producir una sola cosa de una sola manera no parece una buena propuesta. Más aún si se trata de un producto para el mercado agroindustrial, especialmente dirigido a la alimentación de ganado, o a la producción de alimentos industrializados para el mercado urbano nacional e internacional.

A Monsanto y empresas semejantes no les interesa la seguridad alimentaria desde la perspectiva de las comunidades campesinas e indígenas: les interesa el negocio global, aunque en su discurso se incluya la idea de que la producción de transgénicos puede alejar el fantasma del hambre entre los países más pobres. El cultivo de grandes volúmenes de granos y leguminosas de unas cuantas especies, que interesan sobre todo desde el punto de vista de su posicionamiento en el mercado, no acaba con el hambre de nadie que realmente la sufra. La lucha contra el hambre, en un marco de sustentabilidad ambiental, viabilidad social y pertinencia cultural, atraviesa más bien por la diversificación, y por los procesos de apropiación del paisaje que privilegian la resiliencia de los ecosistemas.

La dependencia alimentaria, aun cuando las cuentas digan que se es superavitario en exportaciones agrícolas, es yesca contra el pedernal del descontento, y abona a agudizar la pobreza rural. Parece ser que estas cuentas no casan con la visión del actual régimen, que presume de las ventas de productos del campo al exterior, y soslaya su incapacidad para reducir la miseria rural de los estados más biodiversos del país.

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Mérida, Yucatán


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