Todos los días desde hace 30 años a las dos o tres de la madrugada al menos una treintena de vendedores de la localidad de Maya Balam, compuesta en su mayoría por refugiados guatemaltecos, llega a los alrededores del mercado Manuel Altamirano, en Chetumal, para ofertar a costos bajos productos frescos que son cosechados en las localidades del sur del estado.
Gaspar Francisco Francisco es uno de los vendedores conocidos como los cuchumatanes, por su origen guatemalteco, esos que llegaron a tierras quintanarroenses hace más de 30 años huyendo de las matanzas indígenas que ordenaba el régimen militar de aquel entonces en el país centroamericano.
Frijol, plátanos, limón, naranja agria y dulce, pepita, calabaza, maíz, chaya, papaya, rábanos, piña, mandarina, chile habanero, pepino, son parte de la variedad de verduras y frutas frescas que ofrecen estos comerciantes.
La mayoría son mujeres, algunas de la tercera edad, quienes parten prácticamente desde la medianoche de la localidad en un autobús hacia Chetumal, donde llegan entre dos y tres de la mañana.
Don Gaspar asegura que desde las 3:30 de la mañana ya hay clientes y que a esa hora comienza la venta. “Hay que subir la carga, bajarla y acomodar, a las tres y media ya hay gente comprando, hay quienes nos compran por caja y lo llevan a vender a otros lados”, narra.
En tres décadas nunca les habían pedido desalojar la vía pública, que es la única manera en la que comercian los productos de su comunidad, pero en medio de la pandemia el Ayuntamiento de Othón P. Blanco los desalojó y envió a la colonia del Bosque, en donde sus ventas les resultaban insuficientes.
“No nos permitían vender, la comida se nos echaba a perder, la gente no iba a comprarnos ahí, pero aquí pues no estamos estorbando, la gente nos busca, no estamos robando y cumplimos con el pago; aquí en cambio la gente se lleva por bulto”, señala el productor.
El Ayuntamiento dirigido por Otoniel Segovia Martínez, a través de la Dirección de Fiscalización y Vía Pública, les comenzó a cobrar 200 pesos cada mes y luego los retiró en lo más álgido de la pandemia, aunque la suya es una actividad considerada esencial.
“Gracias a Dios que no nos morimos por la enfermedad, nos íbamos a morir de hambre (…) estuvimos tirados dos noches acá cuidando que no nos quitaran, el presidente municipal nos dijo que los locatarios no quieren que estemos aquí porque damos muy barato”, cuenta don Gaspar.
Él cree que la gente les apoyó para conservar su lugar de venta sobre la calle Confederación Nacional Campesina porque sus precios son muy bajos. Aunque tuvieron que dividirse para acudir en diferentes días y cumplir con la sana distancia.
Edición: Elsa Torres
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