El reloj marca las 11 de la mañana y no he logrado desvincularme de mis recurrencias. Los ventiladores parecen girar en cámara lenta y no dejo de imaginar sobre quién caerían si ocurriera un accidente. Las manecillas hipnotizan y la mano de la maestra aporreándose sobre el pupitre me saca abruptamente del trance.
“¿¡Cuál es la capital de Jalisco!?”
De lo siguiente que me entero es que mis compañeros se están riendo, e inocentemente me río con ellos. Pasarían muchos años antes de percatarme que ellos se reían de mí y no conmigo, como siempre se empeñaron en hacerme creer.
Una, dos, tres, cuatro vueltas. Al levantar la mirada únicamente podía vislumbrar el techo de concreto de aquella escuela católica de la añeja Itzimná. A los lados miraba a mis condiscípulos ávidos -según yo- de que les cuente la forma en la que percibía al mundo.
De la capital de Jalisco supe hasta entrada la adolescencia, cuando me llevaron ahí a una especie de clínica correctiva, pero para entender cómo se llega a ese punto es preciso situarnos en 1996, en una Mérida cuyo tamaño distaba mucho a la capital que hoy, a pesar de la pandemia, irradia vida y ganas de salir adelante.
Buenos y malos
Buenos y malos maestros hay en todos lados, y yo no soy quién para juzgarlos. Me agrada pensar que el pasado, con sus personajes y situaciones, da las lecciones más importantes que cualquiera podría desear. Así me he enseñado.
A mitad de la primaria era evidente que algo no andaba bien conmigo y no precisamente desde el ámbito académico. Era inquieto, parlanchín e irreverente, lo que activó alarmas en más de un docente de la respetable institución que me acogió y suministró medicamentos cada mañana.
Las madres de familia -con mayor presencia que la figura paterna- advertían a sus hijos sobre juntarse conmigo. A cierta edad, esa marginación es probable que derive en emociones poco sanas para un infante y que usualmente prevalecen en la pubertad.
En ese tiempo pensaba que la psicología era una disciplina exclusiva de las mujeres, todas las veces me atendían psicólogas y con sinceridad yo acudía a sus oficinas -siempre de puertas abiertas- a platicar con ellas. Me tranquilizaba.
En el salón era diferente. Gozaba de la simpatía de varios compañeros y del rechazo de los más correctos, incluidos los profesores que a regañadientes me tenían en sus clases.
Hoy en día no es difícil imaginar discusiones docentes tras bambalinas e incluso “volados” para no tenerme bajo su tutela. La lista del nuevo año siempre fue un acontecimiento para mí, aunque únicamente importara coincidir con los amigos.
“Crea fama y acuéstate a dormir”
Las historias posteriores a las escolaridades salen sobrando en esta introducción, considero que muchas de las dudas que se tienen sobre el tema serán resueltas en las próximas líneas, lejos del desprecio, marginación y discriminación que se vivían en las aulas a finales del siglo pasado, sobre todo en las escuelas “para refugiados”, de paga todas ellas.
Es duro encontrarse en el pasillo de una secundaria mientras el subdirector se deshace en argumentos relativos al porqué no pueden recibirte. “Crea fama y acuéstate a dormir”, remató mientras mi madre me tomaba del brazo para sacarme del lugar. Yo no podía dejar de pensar en las hormigas, por alguna extraña razón.
Redactando estos párrafos, noto con entusiasmo el gran avance que academia y sociedad han tenido para los menores diagnosticados con TDAH. Estoy consciente que aún falta mucho camino por recorrer y es de vital importancia que la gente se informe sobre esta condición que afecta a parte importante en la niñez de México y el mundo.
Descanso obligado
Del efecto de las pastillas ya ni me acuerdo. Han sucedido mil cosas desde el día que me diagnosticaron con TDAH. En plural, porque me llevaron a no menos de 10 especialistas que decían lo mismo, casi al unísono. Fue gracioso cuando le platiqué a mi madre sobre el texto que desarrollaba y me dijo: “Pero a ti te diagnosticaron mal”.
Jamás se ha tratado de buscar culpables, sino soluciones. Ver esas aulas a metros -kilómetros- de distancia sin lugar a dudas es un alivio, y sólo queda la lucha. Una que integre a la familia de quien padece esta condición, maestros capacitados, una sociedad empática y profesionales que desde sus trincheras combatan la desinformación en torno al TDAH.
Que eviten que el rechazo se transforme en rebeldía y odio. Los senderos suelen ser sinuosos para los incomprendidos, y eso puedo decirlo por experiencia propia. Aprovechemos e informémonos sobre esta condición para no caer en estigmas y mitos que no cuentan con fundamento científico.
Correcciones in corpore
La capital de Jalisco es Guadalajara, ciudad en donde -para bien o mal- fui enviado para “corregirme”. Sin entrar en detalles, sé que lo mejor que salió de aquella estancia fue el gusto por la lectura y los diarios personales que nos hacían escribir a las 7 de la mañana. Esos cuadernos son mi posesión más preciada.
Hoy los ventiladores continúan girando a la misma velocidad por encima de las cabezas incautas. De lejos puede apreciarse mejor el panorama. Sirvan estos párrafos para que ningún niño con TDAH sufra discriminación en un salón, para que existan aulas más equitativas y menos frustrantes. Para que nunca un infante sea amarrado otra vez a un pupitre.
Edición: Enrique Álvarez
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