La Jornada Maya

23 de noviembre, 2015

De Dzemul a aspirante presidencial. Ivonne Ortega Pacheco es, desde hace ya casi una década, una de las protagonistas de la política yucateca. Su época de mayor influencia se registró durante su período como gobernadora constitucional — del 2007 al 2012—, aunque ha participado activamente en la vida pública desde que fue electa alcaldesa de Dzemul, en 2001. En el camino a Palacio de Gobierno, Ortega Pacheco fue también diputada federal y senadora.

Al concluir su mandato en Yucatán, ocupó la Secretaria General del Partido Revolucionario Institucional. Se separó de ese cargo partidista este año, para regresar como diputada al Congreso de la Unión. Ivonne Ortega Pacheco se ha reinventado. Una y otra vez. Con un cambio físico radical, sorprendió a partidarios y rivales antes de iniciar la campaña por la gubernatura; en total, ella misma reveló, adelgazó cuarenta kilos. Además, por medio de asesores de imagen, comenzó a alternar el tradicional huipil con modernos, en ocaciones elegantes atuendos.

Sobrina de la leyenda Víctor Cervera Pacheco, esta política se convirtió en una de las personas más jóvenes en alcanzar la gubernatura. Con treinta y cinco años, no sólo convenció al electorado de elegir a una mujer sino de apostar a la juventud. Siendo gobernadora retomó sus estudios de licenciatura, mismos que concluye ya terminada su gestión. La administración estatal encabezada por Ivonne Ortega fue intensa, tanto para los yucatecos como para ella. Ya ex gobernadora, se embarazó; en mayo de 2013 nació Álvaro Humberto Ortega Pacheco. «¿Tienes una relación sentimental con el padre de tu hijo?», se le preguntó antes de dar a luz. «No», contestó. «¿Vas a ser mamá soltera?». «Así es, como millones de mujeres en el mundo».

Ha alternado sus labores en la política con diversos emprendimientos; ella misma se define como porcicultora y recientemente abrió un restaurante de comida yucateca en una exclusiva zona del Distrito Federal. Su última muestra de versatilidad son las memorias que presentará este jueves 26, también en la ciudad de México. Su libro En el viejo sillón ha levantado expectativas; incluso, una versión apócrifa de su primer capítulo circula desde el viernes 13 pasado.

La autora de [i]En el viejo sillón[/i] tiene la singularidad de polarizar opiniones, de no dejar a nadie indiferente. Como gobernadora, sostuvo fuertes, intensos pulsos, principalmente con los capitanes de empresa y con medios de comunicación. En contraste, una gran parte de la población la cobijó, impulsándola incluso a recobrar el bastión panista de Mérida. La erosión del poder se hizo patente principalmente en el último tercio de su administración, cuando se hicieron públicos supuestos malos manejos del erario y se exageró en la relación del gobierno con el mundo del espectáculo; Yucatán, para muchos, se convirtió en un set.

Su salto a la Secretaria General del PRI se leyó como exilio o como premio. Su influencia política en Yucatán, empero, no ha disminuido; al contrario: en el juego de tronos del Revolucionario Institucional yucateco su clan es siempre uno de los de mayor influencia.

Los sentimientos encontrados que deja a su paso, no han bajado de intensidad.



[b]1. De laja y henequén[/b]

[h2]Fragmento del libro En el viejo sillón, de Ivonne Ortega, Planeta 2015, publicado con autorización de Editorial Planeta Mexicana y que circulará a partir de la próxima semana[/h2]


Hace cuarenta y tres años, el 26 de noviembre de 1972, no llegó Iván, llegó Ivonne. Mi papá, Humberto Ortega Coronado, quería un varón con toda su alma: día y noche vivía con la ilusión de un hijo que se llamara Iván. Ya tenía dos hijas, Guadalupe del Socorro, Kokis, y María Isabel, Marisa, y pensaba que la tercera sería la vencida. Yo iba a ser el x’tup, como se dice en lengua maya, el hijo más chico, el pequeño. Pero mi mamá, Ligia Isabel Chabelita Pacheco Graniel, dio a luz a una niña, y él se proyectó en mí. No es que me educara como si fuese un hombrecito. Simplemente me educó para ser la fuerte de la casa, para dar la cara; es decir, me educó como se le enseñaría a cualquiera a ser la cabeza de una familia, aunque sin sacrificar jamás mi visión y mi sensibilidad de mujer. La verdad es que él siempre estuvo muy orgulloso de sus hijas.

Con el tiempo he ido tomando conciencia de que mi papá, y en gran medida mi abuelo materno, Álvaro Pacheco Solís, me estaban preparando para no flaquear, para enfrentar el miedo, para asumir que cuando uno empeña su palabra, también está empeñando su honor, y que un compromiso es, para empezar, con una misma. “Mi palabra vale más que mi firma”, afirmaban mi abuelo y mi padre.

Todas estas condiciones explican parte de mi carácter: perseverante, decidida, tenaz y terca, muy terca, como me decía mi abuelo.
Fui la titular de la familia en diferentes etapas, a pesar de mi corta edad: cuando enfermó precisamente mi abuelo, cuando mi hermana Lupita se embarazó, cuando mi hermana Marisa, de sólo quince años, se fue a vivir con el que sería su esposo, y cuando mi papá murió.

Mi papá, apodado Lucio Cabañas (muchos creían que se llamaba así, y a la casa llegaban invitaciones para “Lucio Ortega”), predicó con el ejemplo en cuanto a perseverancia y compromiso: para casarse con mamá debió esperar veinte años. Cuando empezaron a enamorarse, ella apenas estaba cumpliendo trece: era una niña, hija del dueño de la tienda de abarrotes del pueblo. En aquel entonces, las relaciones de noviazgo no se parecían en nada a las de ahora; había todo un ritual de amor muy serio y rígido, sobre todo en sociedades tan leccionadores. Ilustran una confluencia de esfuerzos y apoyos mutuos que significó mucho más que una simple casualidad histórica, por poner de relieve la necesidad de examinar más de cerca la producción periodística de los siglos que nos antecedieron, para rastrear sus entrecruzamientos regionales y ampliar nuestro conocimiento taconservadoras como los pueblos yucatecos. Los enamorados solamente se veían cuando se cruzaban en la calle o, en el caso de ellos, cuando mi papá pasaba por la tienda; acaso la “zopiloteaba”, como se dice en mi tierra, pero sin llegar a más. Si la ocasión lo permitía, los dejaban bailar aunque no podían tocarse las manos. Eso estaba prohibidísimo. Debía haber un pañuelo entre ellos para que no se tocaran ni se rozaran la piel. Así fue su noviazgo hasta que por fin mi abuelo le autorizó a mi mamá casarse. ¡Veinte años después! Eso es perseverancia. Mi mamá ya había cumplido treinta y tres. Se casó grande para las costumbres de aquella época. Al año siguiente nació Lupita, tres años después Marisa, y volvió a quedar embarazada cuando ya había cumplido cuarenta y dos años (qué curioso: mi hijo Álvaro Humberto nació cuando yo andaba en los cuarenta). Lo cierto es que vine al mundo por parto natural, pesando cinco kilos con doscientos gramos, luego de tres agotadores días de trabajo de parto. Eso significa que desde el inicio de mi vida salir del vientre de mi madre fue una lucha tensa. Nací en el municipio de Dzemul, Yucatán, un pueblo de laja (piedra característica del suelo peninsular) y de henequén, entre lo que fue el corazón del asentamiento maya de X’cambó y a sólo dieciocho kilómetros de la orilla del mar y a cuarenta y cinco de Mérida, la capital. Región de privilegio geográfico, podríamos decir.

A lo largo de la historia, el nombre de Dzemul tuvo muchos cambios y modificaciones. Hoy en día significa “cerro fuerte” en español, aunque también es verdad que durante muchos años se le conoció como Dzeuc, o “lugar donde descansan los ánimos”. Según algunos historiadores, en particular el profesor Marco Antonio Flores Azueta (MAFA), los señores itzáes que viajaban desde diferentes zonas, principalmente de Izamal, hasta el centro ceremonial y religioso de X’cambó, encontraban en Dzemul un adecuado punto de reposo durante sus prolongadas marchas de un sitio a otro. Se trata de un pueblo con profundas raíces mayas y de importante acervo social y político para Yucatán. A mediados del siglo XIX, por ejemplo, el pirata Jean Lafitte habría estado en Dzemul hacia el final de su trayectoria como corsario, luego de librar violentos choques contra el destacamento del capitán Miguel Molas, figura crucial del entonces gobierno yucateco. Durante la Guerra de Castas, Dzemul se convirtió también en escenario de cruentas batallas. Una de las más memorables fue en la que perdió la vida don José Graniel Canto, hombre querido y apreciado por la gente; a ello se debió que por un tiempo el pueblo fuese llamado Dzemul de Graniel. El apellido Graniel, según los propios historiadores, proviene de un mismo tronco y, de acuerdo con los antecedentes, derivó del francés Gargnier. Pero la dificultad de su pronunciación entre la población maya acabó transformándolo en Graniel.

Desde esa época remota, desde los tiempos de X’cambó, el pueblo adquirió fama de hospitalario. De hecho, se dice que en Dzemul no puede haber un desconocido por más de media hora y que por eso nuestro espíritu es fiestero, alegre y muy apegado a sus usos y costumbres y a sus tradiciones. A sus tres mil habitantes les fascinan las ceremonias. Algo hay de eso en cada uno de nosotros, los dzemuleños; por eso jamás nos vamos del todo. Creo firmemente en la permanencia, en el arraigo. Así lo sentí desde que era muy chica.
Las fiestas patronales de la Virgen de la Expectación, celebradas en diciembre y que se extienden a la Navidad y al Año Nuevo, traían al pueblo, especialmente a niños y niñas, mucha felicidad y orgullo. A los siete años era muy sociable, amiguera, siempre andaba con juegos. Invitaba a mis vecinos a la casa para jugar a la tiendita, todo esto a imitación del negocio de mi abuelo Álvaro que era propietario de La Sin Rival, tienda que llegó a celebrar sus cien años de trabajo.

Lo mejor del juego era que terminábamos comiendo choco- lates, conos de charritos, globitos, bizcochitos; botana yucateca, pues, patrocinada por mi abuelo, claro. Ya desde entonces —pienso ahora— se veía en mí la vocación de comerciante, de política y empresaria, que en realidad sería la primera ocupación importante que tuve en la vida cuando comencé a participar en la granja de cerdos que había iniciado mi papá.

Pero mucho antes, en la infancia, era amiga de Beto, Geny, Doli y Flori, niños que pertenecían a una familia más pobre que la mía; pero la señora, doña Flora, hacía unos tacos de pepita de calabaza molida maravillosos, riquísimos, así que todos los días me las arreglaba para comer ahí. Mi mamá, siempre sensata y consciente, me decía que no los importunara porque le estaba quitando un bocado a la familia. Sin embargo, los niños no comprenden ni saben nada de pobrezas. Un día me quedé a jugar con ellos hasta cerca de las nueve de la noche, ya muy tarde. Mi mamá me estaba esperando en la puerta de la casa con una mochilita, porque ni a maleta llegábamos. Me dijo muy seria: “¡Vete con tu mamá Flora y tu papá Dzudzo!” (cuyo nombre de pila es Félix).

En ese instante, lejos de sentir miedo, surgió en mí el tempe- ramento, la fuerza de carácter. Yo no sé si sea una cosa genética o esa combinación de Ortegas y Pachecos en mi sangre, pero, muy decidida, agarré mi mochilita. No me fui a casa de doña Flora. No. Me fui a vivir con mis abuelos, cuyo patio colindaba con el de mi casa. Les expliqué que mi mamá me había sacado, aunque en ningún momento rompí con la familia. Tan es así que los permisos me los siguieron dando mis papás.

Sin proponérmelo, en esa histórica casa, situada en la calle 21 número 110-A por 20 y 22, había empezado una etapa fundamental de mi vida, un periodo de formación, de aprendizaje: una lección eterna de valores. Por otra parte, llamar histórica a la casa de mi abuelo no es gratuito, pues ahí nacieron en distintas épocas don Rogerio Chalé, emblemático líder socialista de Yucatán, y don Víctor Cervera Pacheco, ex gobernador del estado e importante ideólogo social del priismo, hijo de una hermana de mi abuelo. Es decir, fue casa de un casi gobernador, de un “re-gobernador” y de la primera gobernadora electa de Yucatán. La misma casa, el mismo pueblo. Ahí radico hasta la fecha y allí, también, enterré el ombligo, el tuch, como decimos en maya, de mi hijo Álvaro Humberto. En ese sitio sembré una ceiba. Siguiendo la tradición de mi cultura, uno nunca se va del lugar en el cual está enterrado su tuch. Por eso pegué un cartelito que dice: “Aquí está enterrado mi tuch. Atte. Álvaro Humberto”.

Álvaro Pacheco y Rogerio Chalé fueron amigos desde chamacos. Don Rogerio, según decían, era hijo natural de un hacendado motuleño, don Juan de la Rosa. En ese entonces, los niños jugaban béisbol con leñas que hacían las veces de bate y naranjas que convertían en pelotas. En uno de esos partidos, Rogerio pegó un batazo que acabó rompiendo un farol del alumbrado público. Su madre lo acusó con don Juan y éste decidió llevárselo a Motul, donde se quedó a vivir. Ahí se hizo amigo de Felipe Carrillo Puerto, el mayor luchador social yucateco y ex gobernador asesinado durante el movimiento delahuertista por la conspiración de hacendados reaccionarios, en 1924. El joven Rogerio Chalé se sintió inspirado por la obra y el legado de su amigo y maestro, a tal grado que pronto demostró su capacidad de liderazgo y su preocupación por el campesinado. Continuó su trayectoria encabezando el Partido Socialista del Sureste hasta 1936, cuando, al igual que Carrillo Puerto, murió asesinado por sus enemigos políticos, también reaccionarios.

Y precisamente en homenaje a la amistad que siempre tuvo con Rogerio Chalé, mi abuelo Álvaro compró la casa de la calle 21 luego de muchos años de trabajo y sacrificio. A la fecha hay una placa en memoria del querido líder dzemuleño. Ésa es la casa de mi vida: mi pasado y mi presente entre cuatro paredes y un hermoso solar. Mi abuelo me la heredó.
Todo esto conocí, todo esto fui aprendiendo, mientras convivía a diario con mi abuelo Álvaro. Él me contó la historia que no estaba en los libros. Me mostró el mundo y al ser humano tal cual es, con sus virtudes y defectos. Se sentaba en su viejo sillón que hoy tanto significa para mí, y regularmente me llamaba a su lado. Fue como mi escuela: un lugar para escuchar y aprender. Así que, en tanto el común de la gente tiene sillones para descansar, yo tuve uno para escuchar los orígenes de mi familia, de mi estado, de mi pueblo y de mi país. Pude ver el mundo entero desde ese viejo sillón. Quizá ése fue también mi primer contacto indirecto con la política: mi abuelo había sido líder social de los henequeneros y presidente municipal de Dzemul entre 1956 y 1958. (Mi abuelo paterno, Domingo Ortega, también tuvo algo de líder: fue jefe político de Dzemul antes de que esta demarcación se convirtiera en municipio.)

Pero siempre recuerdo a mi abuelo Álvaro con sus dichos, sus relatos y sus consejos. A menudo me parece escucharlo otra vez: contaba, por ejemplo, que cuando niño su familia era tan pobre que mi bisabuela, Francisca Solís, preparaba un huevo sancochado (huevo duro o cocido) y lo cortaba con un sosquil (hilo de henequén) en cuatro partes, con el fin de que él y sus tres hermanos, Victoriano, Francisca (madre de don Víctor Cervera Pacheco) y Serafina, co- mieran algo, un cuarto de huevo por cada hijo. Tiempos duros, tiempos de crisis, los años de la Revolución mexicana.

Victoriano Pacheco, mi bisabuelo, trabajaba como encargado de la hacienda Komchén, de los Peón. Los hacendados, a su vez, eran amigos del presidente Francisco I. Madero y de José María Pino Suárez, y cuando éstos tuvieron que huir de la Ciudad de México, los ocultaron en la hacienda, según relataba mi abuelo.

Mientras permanecían escondidos ahí, mi bisabuelo tenía la obligación de mandarles comida. Les cocinaban pavo, lomo de cerdo, pipián de venado; auténticos banquetes. Y para no levantar sospechas, enviaba a mi abuelo Álvaro, entonces un niño de diez años, con la canasta del almuerzo. En el trayecto por el monte se ponía a pensar en el hambre que tenía, así que “vacunaba” el guiso tanto para él como para sus hermanos. Le quitaba un poco de esto, un poco de lo otro. Claro: no sabía en ese momento quiénes eran esos dos señores bien guardados, protegidos. A modo de broma, nos presumía que nunca se dieron cuenta de que sus almuerzos llegaban hasta ellos bien “pellizcados”.

En aquellos días, a los niños se los llevaban a pelear a la Re- volución cuando apenas cumplían ocho o nueve años de edad. En las noches, alguien avisaba: “¡Ahí viene la razia, ahí viene la razia!” (la leva, como se le conoce en otras partes de México). Y, decía mi abuelo, lo primero que escuchaban eran los cascos de los caballos avanzando por el pueblo. Todos trataban de proteger a sus hijos, porque los militares no pedían permiso para llevárselos. Ante el temor de que lo reclutaran, mi bisabuela escondía a mi abuelo. Una vez lo ocultó en la mesa de los santos. Los soldados no encontraron nada cuando entraron a revisar la casa. Decía él que debió aguantar la respiración mientras levantaban el mantel y movían los muebles de los cuartos. En otra ocasión, luego de un enfrentamiento entre campesinos y militares, descubrió un pavo que andaba por las calles del centro del pueblo. Movido por el hambre, el niño fue pecho tierra tras el ave. Tuvo que arrastrarse quién sabe cuántos metros para atrapar al animal. “Y a pesar de que había crisis y muchos muertos, ese día comimos pavo”, relataba.

En otro momento, como a los dieciséis años de edad, volvieron los soldados con otra razia. Entonces mi bisabuela los entretuvo para hacer tiempo, en tanto su hijo se montaba en su caballo Palomo, como el caballo blanco de Napoleón, contaba el abuelo, para huir hacia el monte. Ya desde entonces el joven aquel se alistaba para combatir en la trinchera de la vida. Ése fue mi abuelo, un modesto “soldado” a su manera, que me enseñó, con pequeñas y humildes lecciones, a librar las grandes batallas del espíritu.


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