Enrique Martín Briceño
Foto Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

27 de octubre, 2015

Con la mejor de las intenciones, desde fines del siglo pasado, en escuelas de todos los niveles y en ciudades y pueblos de toda la geografía yucateca, se vienen llevando a cabo concursos de “altares de Hanal Pixán” en fechas próximas a las que tradicionalmente se dedican a los muertos. El propósito expreso es “rescatar” la tradición maya y mestiza de agasajar a los difuntos con comida ([i]Janal Pixan [/i]según la ortografía maya actual), pues se presume que está en riesgo de desaparecer ante la creciente influencia del [i]Halloween[/i] gringo. Los maestros invitan a sus alumnos a investigar la manera “correcta” de poner el “altar” para montarlo así –en muchísimos casos obligando a sus padres a hacer grandes gastos para comprar las flores, las velas, la comida, la bebida y los utensilios “correctos”– y de ese modo tener posibilidades de obtener un premio.

El resultado es que en escuelas, palacios municipales y otros espacios públicos pueden verse en estos días gran número de mesas colmadas de pibes, jícaras con chocolate o atole nuevo, mazapanes de pepita, dulces en almíbar y otras delicias en medio de una parafernalia que incluye velas, flores (de [i]xpujuk[/i], [i]xtees[/i], virginia, [i]jmul[/i], sandiego y teresita), retratos antiguos, humo de incienso, etcétera. Junto a las mesas, los autores, disfrazados de mestizas y mestizos, esperan nerviosos al jurado que calificará la “autenticidad” del montaje y, en algunos casos, los conocimientos de sus autores sobre el significado de los elementos de la ofrenda –aunque en cierta convocatoria reciente se figuran entre los aspectos por evaluar la “creatividad”, la “originalidad” y hasta ¡“danzas y bombas yucatecas”!

Por esto mismo, en algunos “altares” de concurso se llega al grado de reconstruir escenográficamente la casa tradicional maya y aun de incluir entre los actores a auténticos rezadores, a jóvenes mestizas torteando y a gallinas y cochinos de verdad. Los jueces más severos se fijan en que la mesa no tenga clavos y que no haya ningún elemento de plástico sobre ella, entre otros muchos detalles que, según ellos, debe incluir la ofrenda tradicional. De tal manera, los “altares” que los estudiantes instalan en sus escuelas llegan a ser muy distintos de las mesas que, de acuerdo con la tradición familiar y las posibilidades de cada familia, se ponen en sus casas para recibir a los parientes muertos. Y no pocas familias se ven obligadas a ofrecer menos comida a sus difuntos con tal de comprar los elementos para el “altar” que pondrá su hijo en la primaria o la secundaria.

Como en otros casos (la ejecución de la jarana, por ejemplo), el prestigio de lo que se hace en la capital del estado –donde se inventaron estas competencias– influye para su reproducción en el resto de la entidad. Así, en comunidades donde la tradición goza de gran vitalidad, profesores y autoridades municipales, con todo el peso institucional, dictan la forma “correcta” de celebrar a los difuntos. Irreflexivamente, sólo por seguir una tendencia que quizá estaba justificada en la ciudad, abonan a una folklorización de la costumbre que probablemente cause confusión entre los niños. ¿Cuántos de estos no llegarán a su casa y harán ver a sus padres y abuelos que su mesa no está bien puesta porque, pongamos, incluye refrescos embotellados?

Los concursos de “altares” son, pues, una manera equivocada de fortalecer una tradición que, para empezar, no está en vías de extinción (convive con el [i]Halloween[/i] desde hace décadas). Al poner énfasis en sus aspectos formales se deja de lado su contenido: el agasajo –en su casa, por sus familiares– a los parientes muertos que vienen de visita. Es obvio que si al difunto le gustaba la coca cola, habrá que ponérsela en la mesa. Y si la vajilla familiar es de plástico, en ella habrá de servirse la comida. Y si sólo se cuenta con las flores del jardín para adornar la mesa, pues serán esas las que se pondrán. Por lo demás, hacer objeto de concurso una manifestación de espiritualidad es, por decir lo menos, una falta de respeto. ¿A alguien se le ha ocurrido hacer un concurso de rosarios o de misas?

Otra cosa son las muestras, que, aunque a veces llegan a excesos semejantes a los de los certámenes, tienen sentido en lugares como Mérida, donde turistas, inmigrantes de otras partes del país y muchos niños de clases media y alta ignoran cómo se celebra en la península a los finados. El propósito didáctico o turístico puede justificarlas, siempre y cuando se deje en claro que la comida que se ofrece a los difuntos en la región es una expresión espiritual que tiene lugar en los hogares y que, aunque posee ciertos elementos comunes, varía de una familia a otra.

Turístico y recreativo es también el objetivo del Delirio Teatral y del Desfile de las Ánimas que organizan el Gobierno del estado y el Ayuntamiento de Mérida, respectivamente, y que –no sé si para bien– ya comienzan a ser imitados en el resto del estado. En todo caso, nos guste o no, la cultura no es estática y los certámenes y demás actividades que desde fines del siglo pasado se realizan en torno a los días de muertos quizá en unos años se consideren “tradicionales” el [i]Halloween[/i] incluido.

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