Enrique Martín Briceño
La Jornada Maya

6 de octubre, 2015

En reciente número de [i]La Jornada Maya[/i], Felipe Escalante Tió nos llevó de excursión a la hacienda Chunchucmil, donde don Porfirio, además de disfrutar de un banquete pantagruélico, se convenció de que los henequeneros yucatecos no eran los señores de horca y cuchillo que pintaban algunos periodistas, sino modernos empresarios preocupados por el bienestar de sus trabajadores. Escalante Tió recordó el vehemente discurso de Joaquín Peón, primo del propietario de la finca, pronunciado a la hora del champaña, y la respuesta del viejo dictador, que dejó más que contentos a los representantes de aquella casta que sería llamada “divina”.

El joven historiador no mencionó, sin embargo, un acto que, por su bien calculada teatralidad, fue el colofón idóneo de los brindis, y acaso hizo soltar alguna lágrima a los espíritus sensibles. Según lo narra Rafael de Zayas Enríquez en [i]El estado de Yucatán: su pasado, su presente, su porvenir[/i] (Nueva York, J.J. Little & Ives Co., 1908), luego de las palabras de Díaz, fueron llamados a escena “dos viejos sirvientes de la finca” para entregar al presidente un álbum fotográfico con vistas de la hacienda y un ramo de flores. El portador del primer presente se dirigió en maya a don Porfirio con estas palabras: “Infinitamente agradecemos, nosotros, los vecinos de la hacienda Tronco del Chucum, habernos honrado recibiendo a tu grandeza. Siempre recordaremos este beneficio, por el cual ¡oh Señor! Llenos de satisfacción referiremos a nuestros descendientes cómo se dignó tu excelencia hacernos ver su rostro respetable aquí, en este rincón de la antigua tierra Maya.”

Con palabras similares, el anciano peón (con minúscula) le ofreció el álbum “para depositar en las bellas manos de tu esposa, la bondadosa Señora Doña Carmen Romero Rubio de Díaz”, a la cual deseó “que viva muchos años para endulzar tu existencia, para tu bien y el de la tierra mexicana, entre la cual se cuenta el antiguo e indómito Maya, hoy sumiso y fiel Yucatán”. Luego de este número, ¿quién habría dudado de la bondad de aquel régimen y de la filantropía de los ricos henequeneros?

Como fin de fiesta, entre 3:30 y 4:10 de la tarde, se celebró otra actividad que permitió a Díaz acercarse a su pueblo (más exactamente a algunas jóvenes y guapas representantes del mismo): una vaquería en la que participaron unas veinte mestizas. Los invitados –puros hombres– quedaron encantados con la belleza de las jaraneras (“prueba irrefutable de la conveniencia del cruzamiento de las razas”), que se lanzaron al baile al compás de “una música extraña, mezcla de árabe, africano y maya”. El mismo presidente debió ensayar algunos pasos de jarana, pues –según cuenta Zayas Enríquez– colocó su sombrero a la primera de las bailadoras y, para recuperarlo, la obsequió con una moneda de oro.

Durante esa misma jornada (7 de febrero de 1906), aunque todos los asistentes al festejo de Chunchucmil debieron llegar a Mérida con los estragos de la comilona (agruras, flatulencias, [i]ch’otnak’es[/i]) y más que molidos luego de viajar cuatro horas en tren, hubo todavía tres actividades más en la apretadísima agenda del mandatario de 76 años: el “paseo histórico”, que mostró en una serie de carros alegóricos una romántica versión de la historia regional (jóvenes de las mejores familias meridanas representaron a los personajes, aun a los mayas antiguos), un banquete de 200 cubiertos en el palacio de gobierno y un baile “de obreros” ofrecido por la sociedad Paz y Unión.

Como en la vaquería de Chunchucmil, esta última actividad permitió al “Héroe de la paz” codearse con el pueblo, esta vez con los mestizos acomodados de Mérida. Aquí los cronistas han sido más escuetos, bien por tratarse de una clase social más baja bien porque el presidente arribó al baile pasada la medianoche (si se tiene en cuenta que la comitiva presidencial salió para la comida campestre a las 7:15 de la mañana, llevaban 17 horas seguidas de gira). Los propios integrantes de aquella agrupación de mestizos (“obreros” o “artesanos” se les llamaba, con corrección política, en la prensa y en el discurso público) conservaron, sin embargo, la memoria de aquella excepcional visita, narrada en la [i]Monografía de la Sociedad Paz y Unión[/i], de Paulino Vinajera (Mérida, ca. 1952).

Don Porfirio llegó al baile, que se dio en casa de un rico comerciante blanco, con su esposa y todo su séquito, y sin duda quedó impresionado ante el escenario (espejos, estatuas, lámparas de cristal, flores, cortinas con lazos tricolores y banderas mexicanas) y los actores: los mestizos meridanos, vestidos de gala:

“Ellos, los mestizos luciendo sus camisas y sus pantalones de lino blanco finísimo, brillantemente aplanchado, chispeándole sobre el pecho sus abotonaduras de oro, y luciendo sus alpargatas nuevas hechas con piel de res y lustrosas hebillas; delicadamente peinados, sencillos y elegantes en su porte.

“Ellas las mestizas, llevando con gracia femenina sus blancos trajes regionales de seda y de raso, cuajados de encajes y bordados de vivos colores, luciendo sus rebozos de Santa María y sus zapatos blancos; y sobre el pecho sus costosos rosarios de filigrana de los que colgaban medallas y cruces de oro con piedras finas y brillantes. Peinado muy especial de su clase, adornado con hermosos lazos hechos de cintas precisamente azules, rojas o blancas.”

Desde el sitial de honor donde fueron ubicados, el presidente y sus acompañantes contemplaron a las parejas mestizas bailar, con elegancia y propiedad, cuadrillas, lanceros, valses, mazurcas, danzas y danzones hasta la 1:30 de la madrugada, hora en que se despidieron. Luego de un día tan extenuante, el viejo militar habrá hecho esfuerzos para reprimir los bostezos y no dar alguna cabezada adormecido por la música. Pero su presencia en aquel baile era indispensable como coronación de una jornada en la que la oligarquía henequenera había tenido como principal propósito desmentir a quienes denunciaban la injusticia imperante en el estado. Con este número final todos ganaban: el presidente se daba un baño de pueblo, los henequeneros le ofrecían una muestra palpable del bienestar y la cultura de los obreros… y los socios de Paz y Unión eran confirmados como la aristocracia de los mestizos.

Si no le hizo daño todo lo que comió y bebió a lo largo del día, don Porfirio habrá dormido esa noche arrullado por la idea de que Yucatán, el estado más próspero del país, era también el lugar donde se hacían realidad los ideales de orden y progreso que animaban su gobierno.


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