Enrique Martín Briceño
La Jornada Maya

21 de agosto, 2015

Quizá quienes se enteraron por los noticiarios de televisión, se habrán sorprendido más de la manera en que Tito Quiroz agradeció el Premio Nacional de la Juventud 2015 –empuñando su violín y tocando fragmentos de melodías– que de los motivos por los cuales se le confirió ese galardón: promover la formación de orquestas en centros tutelares de menores –correccionales o reformatorios se les decía antes– en Ensenada. Y es que, aunque no faltan quienes piden castigos más severos para los jóvenes que secuestran o matan, y quienes –con el inefable Partido Verde– exigen la aplicación de la pena de muerte a ciertos criminales, por fortuna está ya bastante extendida la idea de que tanto en los centros tutelares como en los de readaptación social (es decir, aquellos destinados a adultos) debe procurarse la reinserción en la sociedad de quien ha cometido una falta o un delito, para lo cual se ofrece a los internos la oportunidad de estudiar y de participar en talleres de artes y oficios.

Todos sabemos, por ejemplo, que en los centros de readaptación social de la península los reclusos urden excelentes y artísticas hamacas (¿ya vieron las que se inspiran en la pitahaya o en el kiwi?), entre otras piezas artesanales de muy buena factura. Por otra parte, en años recientes, en el Cereso de Mérida –y hace poco en Ebtún, Valladolid– han tenido singular éxito, sobre todo entre las mujeres, talleres literarios y de artes plásticas que, además de ser una terapia efectiva para sanar heridas emocionales y sobrellevar las duras condiciones de la vida carcelaria, han dado algunos frutos de interés estético. No ha faltado la práctica musical, entre cuyos productos destacados está el CD que los raperos Nano y Chito Man grabaron en el Cereso de Mérida en 2011.

Pero lo que tal vez pocos sepan es que esta manera de tratar a los presos tiene en Yucatán más de un siglo. En la vilipendiada era porfiriana, no solo se edificó la imponente Penitenciaría Juárez –su última ampliación fue inaugurada en 1906 por el presidente Díaz en su visita a Mérida–, sino que se procuró hacer de ella una prisión modelo en la que los internos tuvieran la oportunidad de educarse y aprender un oficio. Entonces, como ahora, los reclusos tenían en el centro penitenciario clases de primeras letras, contaban con bastidores para urdir hamacas y podían participar en talleres de carpintería o de herrería artística.

Además –y he aquí algo que llamará la atención de más de uno–, la Penitenciaría Juárez tenía su propia banda de música, fundada en 1904. Los viajeros y arqueólogos ingleses Channing Arnold y Frederick J. Tabor Frost, que visitaron Yucatán entre 1906 y 1907, sorprendidos por el buen trato que los huéspedes de la cárcel meridana recibían, nos lo cuentan de esta manera, con irritante etnocentrismo: “En cuanto al elemento gilbertiano [i.e. cómico] que tan profusamente habíamos advertido en México, aquí se repetía con la actuación de la banda de la prisión, que interpretaba para los reos música dulce todas las tardes. Evidentemente nuestro amigo el presidente [el director] creía firmemente con Congreve, que ‘la música ablanda a la más salvaje de las bestias’.” (El Egipto americano. Testimonio de un viaje a Yucatán, trad. de Roldán Peniche Barrera, Mérida, Sedeculta, 2010).

Y eso no es todo. Las retretas de la Banda de Música de la Penitenciaría, conducida primero por el maestro Justo Cuevas –director de la Banda de Música del Estado– y luego por “el procesado” Manuel M. Pelleta, no solo eran disfrutadas por los internos, sino también por los vecinos del reclusorio. Naturalmente, como los integrantes de la agrupación no podían salir a dar sus serenatas, las ofrecían desde las azoteas de su residencia, la mayoría ataviados con el uniforme de rayas rojas que identificaba a los asesinos. Sus programas incluían principalmente piezas bailables (pasodobles, valses, polcas, mazurcas, chotis) y solían concluir con danzas y aun con “bailes populares” (¿jaranas?) de la autoría de Pelleta.

De esta manera, el edificio que albergó a los delincuentes comunes y a los presos políticos del porfiriato también fue semillero de músicos. Por lo menos, en la historia de la música regional figura Manuel Martínez Pelleta como director de la Banda del Estado y de las bandas municipales de Espita y Valladolid, y como autor de piezas para esa dotación. Y es muy probable que, al concluir su condena –la pena máxima era de 15 años–, varios de los integrantes de la Banda de la Penitenciaría se integraran a otras agrupaciones musicales y colaboraran en la formación a otros ejecutantes. Con todo el tiempo de que disponían en la cárcel para practicar su instrumento, muchos de ellos serían auténticos virtuosos.

En cierta ocasión algún reportero me preguntó si creía yo que los bajos índices delictivos del estado se explicaban por factores culturales. Me apresuré a responder que sí, que en general los peninsulares no solemos dirimir nuestras diferencias por medio de las armas (aunque nuestra historia está marcada por la cruenta Guerra de Castas). Ahora me pregunto si en alguna medida habrá influido en ello un sistema penitenciario benévolo, menos escuela de criminales que de urdidores de hamacas. En cualquier caso, no sería mala idea volver a formar una banda de música en el Cereso y ofrecer a internas e internos la posibilidad de aprender un oficio que los hará más humanos a ellos y a quienes los escuchen.


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