Enrique Martín Briceño
Ilustración: Chakz Armada
La Jornada Maya

5 de Agosto, 2015

No hace mucho, en estas mismas páginas, Miriam Azcorra, propietaria del restaurante Kinich de Izamal, después de recibir una distinción del Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, declaró que la cocina yucateca “no necesita rescate; está viva, sigue fuerte, cada día es más trascendental”. Sus palabras, dictadas en principio por la euforia y basadas en el hecho de que diariamente se encienden los fogones en muchísimas casas mayas, deben matizarse si verdaderamente se quiere conservar ese legado emblemático, que es también uno de los principales atractivos turísticos de la península.

Es verdad que en muchos hogares mayas y no mayas de Yucatán, Campeche y Quintana Roo continúan preparándose diariamente los guisos transmitidos de generación en generación y que todos aprendimos a disfrutar desde niños. No sé si haya estadísticas, pero es probable que aún sean mayoría las casas de clase media para arriba (que la cocina, si hiciera falta decirlo, también es cuestión de ingreso) donde se prepara frijol con puerco los lunes. Quizá también sea grande el número de viviendas donde se cocinan religiosamente potaje los jueves y puchero los domingos. No han de faltar tampoco, en muchas casas, aquellos “guisos diarios de fácil ejecución para las nuevas amas de casa” (según
Concepción Hernández F. de Rodríguez, Cocina y repostería práctica, tomo II) como el picadillo, el pan de cazón, las pezuñas rebozadas, las tortitas de carne… Y de seguro no son pocas las casas donde se siguen preparando, para cenar, panuchos, empanadas, pimitos y otras delicias de esas que están prohibidas en las dietas.

También parecen gozar de excelente salud los puestos de cochinita y lechón al horno que se encuentran por doquier y que los domingos compiten con las iglesias en el número de fieles. Otro tanto puede decirse de los lugares donde se venden panuchos, salbutes y tamales. No se diga los expendios de chicharra, que también suelen ofrecer morcilla y buche relleno. ¿Y quién podría pensar que algún día dejen de tener clientela las cantinas y restaurantes bares que, con la cerveza bien helada, sirven desde el delicado sikilp’ak hasta tacos de relleno negro o poc chuc? Su éxito quizá solo podría compararse con el de la panadería y la repostería locales, que han experimentado un vertiginoso desarrollo en años recientes (el pastel de queso de bola llegó para quedarse).

Todo lo anterior habla, es cierto, de la vitalidad de la gastronomía regional y está en el origen del orgullo con que se expresó la señora Azcorra y en la iniciativa de los restauranteros yucatecos que logró que el Congreso local declarara a la cocina yucateca Patrimonio Cultural del Estado. Por lo demás, la riqueza de la comida regional también ha atraído a chefs de talla internacional como René Redzepi y ha motivado la creación de platillos que permiten hablar de una nouvelle cuisine yucatèque.

Sin embargo, no hay que echar las campanas al vuelo tan pronto. Tengamos en cuenta que las expresiones del patrimonio cultural inmaterial, para preservarse, deben transmitirse de padres a hijos. Se dice, por ejemplo, que un idioma que no se enseña está condenado a desaparecer. Algo similar puede afirmarse de la cocina. De nuevo carecemos de estadísticas, pero es evidente que la incorporación de la mujer al mercado laboral ha afectado a la preparación de alimentos en el hogar, lo mismo que las ideas patriarcales que identifican a la cocina como una actividad femenina e inferior. Así, es muy probable que en la mayoría de los hogares donde las mujeres trabajan ya no se prepare el almuerzo o sean las abuelas las que se encarguen de esta tarea. ¿Cuántos jóvenes –mujeres u hombres– de 20 años saben cocinar no digamos un mondongo kabik, sino un elemental bistec de cazuela? Así, en dos o tres generaciones más, se habrían olvidado el salpimentado, el alcaparrado, el potaje de ibes y muchos otros platillos que tal vez solo podrían encontrarse en ciertos restaurantes.

Podría pensarse que la situación es diferente entre las mujeres campesinas y que es en los fogones mayas donde está la fortaleza de la cocina regional. Puede ser, pero, como lo ha observado Santiago Domínguez Aké (La milpa tradicional y el uso del traspatio: fuente de vida y salud, 2015), el abandono de la milpa y el solar y el influjo de los medios de comunicación masiva están contribuyendo con rapidez al empobrecimiento de la alimentación tradicional y a la consecuente malnutrición de la población maya. En esta situación influye también la idea de que los guisos campesinos son “comida de pobres”.

Basta repasar los libros de cocina publicados en Yucatán, desde el Prontuario de cocina para un diario regular, de doña María Ignacia Aguirre (primera edición: 1832; segunda edición, aumentada, 1896, consultables ambas en www.bibliotecavirtualdeyucatan.com.mx), hasta, pongamos, el muy reeditado Cocina yucateca, de Lucrecia Ruz viuda de Baqueiro, para encontrar un sinfín de recetas locales (y también foráneas) que ya nadie elabora. Hay, por ejemplo, una diversidad de tamales, así como una amplísima variedad de guisos que incluyen ingredientes autóctonos (calabacitas caes, chaya, espelón, ibes) o que tienen nombres en maya (chul de frijol verde, kol de pavo de monte, kabik de frijol nuevo y chaya, jotobi-xmakulam) que están extintos o en vías de desaparecer. Sí hace falta, pues, un rescate de esas y otras recetas que podrían contribuir a enriquecer el más bien limitado repertorio de los establecimientos de cocina regional.

Aunque los restauranteros yucatecos han insistido en que se proponga a la Unesco la inscripción de la cocina regional en su Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, en realidad, como parte de la cocina mexicana, la cocina peninsular ya tiene este reconocimiento desde 2010. Pero, a fin de cuentas, no es el nombramiento lo que importa. Lo que verdaderamente interesa desde la perspectiva cultural son las acciones que se emprendan para la salvaguarda de ese bien inmaterial. Mucho se puede hacer: proyectos de investigación, talleres, encuentros de cocineras, recetarios, concursos, difusión en medios de comunicación masiva, menús históricos… Por lo pronto, se puede comenzar en la familia, aprovechando los saberes de las abuelas y enseñando a niñas y niños a preparar y disfrutar nuestra sabrosa herencia.


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