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Emiliano Canto Mayén
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 25 de abril, 2016

Cuán afortunado sería el que pudiera regresar y asistir a aquellas mascaradas de palacio en las cuales las reinas danzaban rodeadas de jóvenes beldades. En aquellos siglos y en todas las cortes de Europa el rey, príncipe o emperador tenía nombrado a un cronista y la misión de este servidor real consistía en llevar registro de los grandes fastos de la monarquía tales como las bodas, los nacimientos, los besamanos, las declaraciones de guerra y los tratados de paz; también, como un custodio de los saberes de entonces, el cronista tenía que ser un experto en los blasones de la casas principescas y las genealogías de las familias aristocráticas del reino y del extranjero. Esto lo volvía uno de los consejeros más próximos y solicitados por el monarca pues a él se le consultaba, continuamente, por cuestiones de protocolo y, también, al momento de orquestar alianzas matrimoniales, calcular grados de parentesco y dirimir las discusiones dinásticas que se suscitaban cuando el rey fallecía sin descendencia y se tenía que decidir quién de sus parientes tenía mayor derecho al trono.

Con el transcurrir del tiempo, hubo que nombrar a más de un cronista real, ya que los Católicos y sus sucesores reunieron en sus coronas los reinos de Castilla, León, Aragón, Sicilia, Granada, Toledo, Valencia, Galicia, Mallorca, Sevilla, Algarbe, Algeciras, Gibraltar e Islas Canarias, el condado de Barcelona, los señoríos de Vizcaya y Molina, los ducados de Atenas y Neopatria, los condados de Rosellón y de Cerdania, los marquesados de Oristán y de Gociano. Si a esto sumamos la expansión del dominio castellano sobre América, a partir de 1492, fue lógica la decisión de nombrar a un Cronista de Indias, responsable de documentar los descubrimientos y conquistas de sus vasallos allende el océano Atlántico.

Por todo lo anterior, se entiende que la figura del cronista consiste en una institución de índole monárquica. De este último elemento se desprenden implicaciones muy serias: ser cronista es ostentar un título, entendido este como una dignidad nobiliaria, otorgada por el rey. Esta dignidad, por su mismo carácter, es honorífica y vitalicia; sabido es que los nobles –hojéese La sociedad cortesana, de Norbert Elías– tenían en poca estima el dinero y más valor le concedían a su honra; en este sentido, si alguien jalaba o mesaba de las barbas a un hidalgo, se veía obligado a batirse en duelo a muerte.

En lo personal, cuando se suscita la polémica sobre los cronistas de Mérida, creo que se debe prestar atención a cuatro actores: los cronistas de Mérida, sus antagonistas, los candidatos a cronistas y tanto al gobierno estatal como al municipal. En cuanto a los cronistas actuales de la ciudad de Mérida, el cabildo de la capital yucateca les concedió un título honorífico y vitalicio; este nombramiento debe calificarse de extraordinario puesto que ninguna autoridad republicana, surgida de una elección democrática, puede conceder títulos nobiliarios. En otros términos, salvo los reyes del Carnaval, un cabildo o congreso están inhabilitados para expedir rangos de nobleza a ciudadano alguno y cualquier título honorífico y vitalicio consiste en una paradoja luego de casi 150 años de la reinstauración republicana por Benito Juárez. Ignoro qué atribuciones se tomó el cabildo de Mérida cuando expidió los títulos de cronistas a los señores Juan Francisco Peón y Ancona, Jorge H. Álvarez Rendón, José F. Camargo Sosa y Francisco Javier Otero Rejón y, posteriormente, a la renuncia de éste último, a Gonzalo Navarrete Muñoz; sin embargo, pese a que esta fue una irregularidad en un orden democrático, es innegable que un amplio sector de la población meridana profesa un profundo respeto y aprecio a estas personalidades y la costumbre hace ley; esto me lleva a creer que si bien los funcionarios municipales obraron de manera anticonstitucional y antirrepublicana, la venia popular que los lectores profesan a los cronistas de Mérida ha resuelto la paradoja en que se fundó esta institución en la Ciudad Blanca. En cuanto al maestro Álvarez Rendón y a don Juan Francisco Peón y Ancona el título de cronista vino a retribuir una carrera de muchos años como escritores e investigadores de la cultura vernácula de la urbe de los Montejo; además, a causa del carácter honorífico y vitalicio del título que ostentan, sólo podrían renunciar por un desacuerdo irreconciliable con la autoridad que les expidió el título –tal como aconteció con el señor Otero Rejón– y su remoción por parte del Cabildo de Mérida equivaldría a un juicio político, a una humillación pública, sería un deshonor que ultrajaría el decoro, despreciaría la totalidad de su obra y atentaría en contra de su dignidad humana.

Con respecto a los antagonistas de los cronistas actuales de Mérida, éstos solicitan que se expida el nombramiento de otras personalidades, que los nuevos “cronistas” reciban un salario y rindan informes de sus actividades. Al respecto, si el Cabildo de Mérida volviera a nombrar cronistas usurparía de nuevo atribuciones que le impiden, constitucionalmente, su carácter democrático y republicano; en cuanto a la retribución de un salario y a rendición periódica de cuentas, estas contradicen la naturaleza misma del título honorífico y vitalicio del cronista; es decir, de estipularse estas condiciones, se estaría creando un puesto más en la ya anquilosada burocracia municipal, misma que tendría un escritorio más que llenar con cada nueva administración; esta circunstancia haría que cada tres años se nombraran nuevos “cronistas” mismos que al ser reemplazados periódicamente jamás gozarían del aprecio y reconocimiento de los ciudadanos de Mérida, privilegios del que gozan los actuales.

Con respecto a los candidatos que se han mencionado hasta el momento, conozco a todos y a su obra, a todos respeto y les profeso una amistad sincera a quienes tengo el honor de tratar personalmente. A causa de esta familiaridad quisiera preguntarles cuán útil es ostentar un título honorífico y vitalicio de orígenes medievales tras de siglo y medio de república y democracia. El año de 2008 recibí una llamada telefónica del extinto cronista José Florencio Camargo y Sosa y, entre sus frases de aliento, me recordó que todo cargo era una carga; esto es todavía peor para un cronista, pues caballero envuelto en una pesada armadura, éste se halla indefenso ante la opinión pública pero está constreñido a mantener un decoro y honor anacrónicos en el siglo que corre. Como todos los candidatos propuestos a engrosar el consejo de cronistas de Mérida son expertos en la historia nacional o patria, estoy seguro que un episodio fundacional de nuestro país no les será ajeno; durante la guerra de independencia, el año de 1813, se reunió en Chilpancingo una asamblea de insurgentes, en aquella ocasión, los insurgentes quisieron otorgarle el título de Alteza Serenísima al caudillo José María Morelos y Pavón; este hombre valiente, les contestó a estos representantes que solo aceptaría el nombramiento de Siervo de la Nación ¿y nosotros que contamos con menos méritos que Morelos y que somos pigmeos delante de este héroe del siglo XIX aspiramos a ostentar títulos más elevados que aquel que ofrendó su vida para darnos la libertad?

Por último hago un llamado tanto al gobierno municipal como al estatal a que recobren el espíritu republicano y democrático sobre el cual está fundada la nación mexicana. En el último párrafo de sus memorias, Benito Juárez anotó que el protocolo y los oropeles solo están bien en los reyes de teatro y, por ello, es inconcebible que con recursos públicos se construyan centros culturales que ostenten el nombre de “palacios” y que se rinda un culto excesivo a la personalidad con la imposición de medallas y reconocimientos, al más puro estilo del Antiguo Régimen.

En suma, hoy son más necesarios para Yucatán y su capital, el respeto a la dignidad humana y la tolerancia a las diferencias que la vanagloria y el oropel que los rituales de un pasado lejano: más siervos y menos beneméritos.

[b]@gacetarara[/b]
Mérida, Yucatán


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