Eugenio Fernández Vázquez
Gráfico: Alianza Méxicoredd+
La Jornada Maya

San Francisco de Campeche, Campeche
Viernes 1º de julio, 2016

Generalmente se habla de la deforestación en términos muy abstractos, pero tiene formas muy concretas, y detrás de ella hay gente con nombre y apellidos. En Campeche, tiene forma de soya y de ganado, y sus nombres son, en muchísimas ocasiones, los de los habitantes de las colonias menonitas del centro y del norte del estado.

Las selvas, como los bosques en general, se pierden cuando el suelo que los sostiene vale más sin árboles que con ellos, y cuando es posible quitar los árboles sin temor a recibir un castigo. En Campeche, como en muchas otras partes de México, ocurren las dos cosas.

Por un lado, quien desmonta sabe que lo puede hacer impunemente. La Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa), que está a cargo de perseguir esos delitos, tenía de por sí poco personal cuando sufrió un recorte del 13 por ciento de su presupuesto el año pasado. Esto ha llevado a que sean poquísimos los responsables de desmontes ilegales que tienen que rendir cuentas por ello.

Por otra parte, la regulación forestal es tan intrincada que, según un estudio publicado por el Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura Sostenible, para aprovechar la madera de las selvas del estado hace falta cubrir más de 50 trámites, y la autorización final puede tardar hasta tres años. Eso hace que, en los hechos, a los propietarios de las selvas campechanas les salga carísimo mantenerlas en pie, lo que devalúa enormemente su valor.

En cambio, y como es muy difícil que Profepa persiga a quien lo hace, desmontar una parcela es sencillo, y una vez que se ha hecho, se pueden sembrar productos agrícolas o poner ganado, que apenas están regulados, y hasta se puede acceder a enormes subsidios. Ahora bien, no cualquiera puede hacerlo: hace falta tener mucho capital, y las colonias menonitas lo tienen.

Un estudio de Sébastien Proust, Salvador Anta y María Fernanda Cepeda publicado en septiembre de 2015 encontró que el grueso de las selvas que se habían perdido en el norte de Campeche -en los municipios de Campeche, Hopelchén y Tenabo- se habían sustituido con productos agrícolas que requieren una fuerte inversión en maquinaria y en insumos, muy notablemente con plantíos de soya, principalmente transgénica. Por su parte, en el sur del estado -en Candelaria, Escárcega y Carmen- las selvas se convirtieron en potreros para el ganado. Detrás de ambas están -aunque no son los únicos- las comunidades menonitas.

Es el caso, sobre todo, de Hopelchén, en donde las colonias menonitas han crecido enormemente en los últimos años. Según un análisis de censos y otros reportes que hicieron Luciana Porter Bolland, María Consuelo Sánchez y Edward Ellis en 2006, entre 1990 y 2000 su población se multiplicó cinco veces, hasta llegar a las dos mil personas. El ritmo de crecimiento aumentó todavía más en lo que va de este siglo, y en la actualidad, según Flavia Echanove Huacuja reportó en un estudio de este año, los menonitas en Campeche suman casi 15 mil.

Según ese mismo estudio, el 70 por ciento del maíz de Campeche es menonita, igual que el 90 por ciento de la soya del estado. Para sembrarla, los menonitas no sólo usan las hectáreas que tienen en propiedad, y que han comprado muchas veces en forma irregular a ejidos de la región. También rentan otras parcelas que se han desmontado previamente -casi siempre con miras a rentárselas-, o que ellos mismos se ofrecieron a desmontar, siempre que se les garantizara su uso y usufructo por cinco o seis años.

La lógica económica detrás de ese proceso parece inexorable a primera vista. Por una parte, las selvas de la zona tienen pocas especies maderables de alto valor. Éste disminuye todavía más por la dificultad de obtener los permisos para aprovechar lo que sí vale, desde productos no maderables hasta las especies de madera que se pudieran vender. A esto hay que agregar que los ejidatarios de la región están ya más cerca de su retiro que de su edad más productiva, y que, aunque quisieran producir ellos mismos maíz u otros productos, sin capital para mecanizar esos terrenos el negocio apenas sale a cuenta por los altos costos de producción. En cambio, rentar la tierra les deja un ingreso seguro sin mucho trabajo.

Por otro lado, muchas de las colonias menonitas sí tienen el capital para desmontar la tierra y para cosechar la soya o el maíz en forma muy eficiente. Además, hasta hacía muy poco -está por verse qué ocurre tras los nuevos recortes anunciados por la Secretaría de Hacienda- tenían acceso a subsidios muy importantes. Por ejemplo, en 2014 la Secretaría de Agricultura apoyó, a través de los apoyos llamados “Agricultura por Contrato”, al 55 por ciento de la producción de soya del estado.

En resumidas cuentas, detrás de la deforestación en Campeche están las dificultades para darle valor a las selvas y mantenerlas en pie, pero también su desmonte ilegal por parte de los ejidatarios dueños de esas tierras, y por parte de muchas de las colonias menonitas que las arriendan. Ambos saben que no recibirán ningún castigo, por la inoperancia de las instituciones encargadas de hacer valer la legislación ambiental. No sólo eso, sino que quienes rentan esas tierras reciben también créditos y subsidios por parte de varias dependencias del gobierno y, con ese dinero, hacen una agricultura muy intensiva en agroquímicos y pesticidas.

Al final, lo que ocurre es que quien destruya el capital natural del país no sólo no recibirá ningún castigo, sino que obtendrá apoyos por parte del gobierno y podrá hacer un pingüe negocio.


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