de

del

Pedro Bracamonte y Sosa
Foto: Proyecto Baktún
La Jornada Maya

Martes 9 de agosto, 2016

En 2014 publiqué un folleto con el título: [i]Ante el etnocidio. Nuevas políticas públicas para los pueblos originarios de México[/i], que contempla reformas posibles en el marco de una economía capitalista para reducir la brecha de desigualdades socioeconómicas de los “indígenas”, y darles acceso a la representación política en el cartabón de la democracia liberal. Usé el concepto de etnocidio de Robert Jaulin: quien dice que es el acto de la destrucción de una civilización. Como supuse, los partidos políticos y gobernantes no se dieron por enterados. A quienes se los obsequié, me dieron una sonrisa, me estrecharon la mano, enseguida un abrazo y otra vez el saludo de mano, una palmadita y una sonrisa. Enseguida lo entendí: ni pensaban leerlo. Las reformas estructurales que los unen son, para ellos, más importantes que la población y mucho más que los “indios”; ese ominoso pasado que les causa vergüenza soterrada. Quizá piensen que la enseñanza de la lengua inglesa, a cortísimo plazo, que proponen en la reforma educativa elimine poco a poco el estigma de nuestro pasado y presente. Pero, ¿si no leen en castellano, van a leer en inglés?

En febrero de 2016, el Inegi ofreció acceso público a los resultados de la Encuesta intercensal de la población mexicana del año anterior. Lo particular de este ejercicio es que redujo los años considerados para la medición de los hablantes de las lenguas originarias, de los cinco a los tres años. Buena decisión, me dije. Pero vi algo mucho más importante y es que por vez primera se tomaron por separadas dos nociones de interés trascendente para valorar las dimensiones étnicas y raciales del país, que son: a) la condición de hablar una lengua originaria y b) la autopercepción de entrevistado de ser un indígena. Mejor aún, pensé.

El conteo reporta una población de 113 millones 294 mil 340 personas de tres años y más, de las cuales nada más el 6.52 por ciento es hablante de una lengua originaria, con una representación, para formar ese índice en tres grupos de edad que demuestran el envejecimiento de esas lenguas. El desplazamiento (parte sustantiva de un etnocidio planificado) es muy contundente en estados como el de Yucatán, como se ve en los indicadores de distribución por edades de los hablantes de lengua originaria: de 3 a 17 años: 14.51 por ciento, de 18 a 64 años: 31.35 por ciento y de 65 años y más: 58.09 por ciento. Desde la perspectiva de las lenguas nativas, la pérdida se evidencia en los mismos grupos de edad en toda la nación.

La disociación entre hablar una lengua originaria y la autopercepción de ser indígena brinda información inédita y quizá no esperada -o al menos no en esa proporción- pues en todos los casos, y a nivel nacional, se identifica una distancia muy sensible entre ambos indicadores. En México el 23.09 por ciento se considera indígena, aunque los hablantes estén en el orden, como dije, del 6.52 por ciento. ¡Un asunto para meditar! Los casos de Oaxaca y Yucatán son especialmente interesantes pues la diferencia entre hablar una lengua originaria y el considerarse indígena es de más del 30 por ciento, en cada caso. ¿Cómo explicar ese contraste? ¿Cuáles son las bases que darían fundamento a la identidad indígena más allá de las lenguas y las culturas étnicas? ¿Esta autopercepción que ahora aflora en la estadística nacional tiene vínculo histórico con la noción de indio que debatieron y acordaron las mentes ilustradas de España en el siglo XVI? Esto es, ¿el buen salvaje necesitado de tutela permanente? ¿Es que a más de haberse despojado de características étnicas, lingüísticas y culturales, alrededor de 20 millones de personas se sienten con la necesidad de ser tutelados? ¿Se miran a sí mismos como personas de escasa civilización, aceptando el racismo del Estado nacional? O, por el contrario, ¿es que a lo largo de la historia colonial, externa e interna, se fue construyendo una identidad despojada de ese su ominoso origen?

Puedo pensar ahora que los hablantes de lenguas originarias y los que se proclaman como indígenas han sido considerados por el Estado colonial castellano y por el mexicano como “desviados”, en los términos sociológicos de Berguer y Luckmann, que deben ser ajustados a la norma; por exclusión (liquidados) o por inclusión (asimilados). Como sea, se trata de un premeditado etnocidio. Pero después de conocer el dislate de los datos del Inegi sobre la pobreza, me interrogo si podemos confiar en los de lengua e identidad indígena.

Aunque es muy pronto para adelantar supuestos, al contrastar la información del conteo de 2015 con el ejercicio identitario que practicamos el doctor Lizama Quijano y quien esto escribe en una encuesta de regiones “indígenas” de 2010-11 hemos demostrado que la distancia entre hablantes de lenguas originarias y personas que se toman por indígenas surge de la práctica económica, de la negación/imposibilidad de acceder a mercados de trabajo y quizá a la manifestación de una conjetura de vínculo colectivo. La presunción empírica es la siguiente: el Estado nacional mexicano ha trabajado para el etnocidio, a la vez que ha implantado una política de largo plazo para la indigenización del segmento de su población que se desarraiga de sus grupos y sociedades étnicas, y de este modo afianza su poder y reproduce a gran escala una economía sustentada en la concentración de la riqueza apoyada en salarios muy, pero muy, por debajo de la reproducción social de los trabajadores. De seguir así, en pocas décadas se habrá completado la tarea: tendremos millones de indígenas y ninguna cultura originaria. Revisé de nuevo la fuente gubernamental, que comunica un grado de error del 10 por ciento. A mi juicio muy alto para un gobierno sabio.

[b]Mérida, Yucatán[/b]
[b][email protected][/b]


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