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José Ramón Enríquez
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

Miércoles 9 de octubre, 2019

Llego con algún retraso a la primera novela de Eduardo Rabasa, [i]La suma de los ceros[/i] (Ediciones Godot, 2013), y precisamente cuando acaba de publicar una segunda, [i]Cinta negra[/i], que deberé leer. Se trata de un autor joven, investigador literario, editor y periodista cultural, nacido en la Ciudad de México, en 1978.

Tres relatos, completamente disímiles aunque hermanados por la ironía cruel, me llegaron a la memoria desde las primeras páginas de [i]La suma de los ceros: el inolvidable[/i], una modesta proposición para impedir que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país de Jonathan Swift, [i]La carne de René[/i], de Virgilio Piñera, y [i]La broma infinita[/i], de David Foster Wallace.

Seguramente habrá otras influencias que reconozcan los especialistas pero a este lector de los tiempos que corren esos tres títulos le estuvieron revoloteando, con mayor o menor, intensidad a lo largo de su encuentro con Eduardo Rabasa este joven narrador de quien sólo había leído inteligentes artículos culturales en algunos medios.

El descarado y, después de casi tres siglos de haberse escrito, todavía difícil de digerir análisis de Swift sobre la organización social y la incapacidad de salir de los laberintos a los que está encadenado cada vez con más fuerza el hombre moderno (que su contemporáneo Juan Jacobo Rousseau veía como pequeños obstáculos que un bien intencionado Contrato social permitiría vencer) me abofetea al tiempo que me divierte cuando lo veo repetirse en la novela de Rabasa.

También encuentro muy cercana a [i]La suma de los ceros[/i] aquella ironía amarga convertida en lacerante auto escarnio en la obra del injustamente relegado Virgilio Piñera que alcanza una de sus cotas más altas en [i]La carne de René[/i], una novela difícil de clasificar, que flota por los espacios del masoquismo, la pedagógica propuesta totalitaria y la abierta denuncia por los cuales se mueve y todavía sobrevive la Isla en vilo.

Otra muestra de pedagogía cruel y destructora está magistralmente narrada en [i]La broma infinita[/i], de David Foster Wallace. Hay una larga cita de Don DeLillo en la novela de Rabasa y una notable cercanía con la narrativa norteamericana posmoderna que éste y Foster Wallace representan, pero a lo largo de la novela me sentí más como viajero a borde de la asfixia por los meandros enloquecidos que me entusiasman en [i]La broma infinita[/i].

Lo que me llevó a [i]La suma de los ceros[/i] fue el nombre de la doctrina que el Gran Hermano aplica en la distopía que simboliza nuestra sociedad entera en la unidad habitacional por él encapsulada: el quietismo en movimiento. Va mucho más lejos del juego paradójico porque es una descripción de la descompostura íntima en el todo y en las partes que conformamos.

La pirámide social no sólo es justa sino deseable por la voluntad de Aquel que manipula los hilos y ha venido a ocupar el lugar de los dioses antiguos desterrados por la modernidad. El joven cuyo desarrollo seguimos a lo largo de la novela, antípoda del Emilio de Rousseau, es machacado ante nuestros ojos, al tiempo que los viejos templos son ocupados por una sola deidad: el dinero. Al servicio del dinero están y deben estar todos esos ceros cuya fatal suma es éticamente la única posible: cero.

Imperativo categórico, el quietismo en movimiento conmueve y rebela a un lector formado en la certeza del progreso o en la esperanza de que los últimos serán los primeros, mientras que, entre burla y dolor, se lacera al joven personaje central de la novela. Sólo sobrevive arrinconado un viejo maestro como testimonio de que existió algo mejor en la unidad habitacional de la especie humana.

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