El sol apenas se levanta cuando un grupo de burros del municipio de Mardin, en el sureste de Turquía, inician su turno de recolecta de basura en las callejuelas de la ciudad antigua, antes de relajarse con un poco de música clásica.
A unos 60 kilómetros de la frontera con Siria, los edificios medievales construidos sobre roca dan la impresión de estar apilados unos sobre otros, donde el tejado de una casa sirve a menudo de terraza para otra.
Los visitantes se pierden fácilmente en las empinadas calles estrechas y el laberinto de escaleras y pasajes que unen las fachadas de piedra, esculpidas como encajes.
Nosotros utilizamos los burros para limpiar la ciudad desde hace siglos. Son los únicos que pueden pasar por las callejuelas estrechas. Si no, sería imposible hacer el trabajo, explica Kadri Toparli, del servicio de limpieza del Ayuntamiento de Artuklu, el sector de Mardin que incluye a la ciudad antigua.
Unos 40 burros cuyos nombres, como Kadife (Terciopelo), Gaddar (Cruel) o Cefo (Indulgente), reflejan su personalidad o sus características, suben y bajan todos los días las cuestas de la ciudad.
Guiados por agentes municipales, transportan las bolsas de basura depositadas por los habitantes frente a sus casas.
”Tienen estatuto de empleado municipal”, dice sonriendo Toparli. Trabajan como nosotros, ocho horas diarias, con una pausa en medio de la jornada.
Por la noche, tras sus largos recorridos, los burros son llevados a los establos, donde los cuidadores les ponen música clásica. Dos veterinarios los visitan regularmente, los cuidamos. Todas las tardes ponemos música clásica y tradicional durante dos horas en los establos y se alegran cuando ponemos algo de Beethoven.
Edición: Laura Espejo
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