Eric Nepomuceno
Foto: Xinhua, Afp y Ap
La Jornada Maya

Río de Janeiro
16 de marzo, 2016

La verdad es que desde hace meses la presidenta brasileña Dilma Rousseff está acostumbrada a vivir bajo intensas balaceras, que a veces se transforman en bombardeos despiadados. Pero pocas veces enfrentó una bomba tan poderosa como la que estalló este martes.

Delcidio Amaral, quien desde 2002 integraba el PT (ayer martes renunció al partido), era el líder del gobierno en el Senado cuando fue detenido el pasado noviembre. Por primera vez en la historia un senador en pleno ejercicio del mandato fue llevado a prisión. La acusación: intentar poner obstáculos a la acción de la justicia, en la investigación sobre el esquema de corrupción instaurado en la estatal Petrobras.

Delcidio Amaral, conviene recordar, ocupó uno de los puestos de director de la empresa en el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, del PSDB, el más agresivo partido de la oposición a Rousseff y al PT. Ya en aquellos tiempos había gruesa corrupción en la estatal y Delcidio Amaral conocía cada uno de sus vericuetos. Los conocía muy bien, a propósito.

Preso, y luego de saber que pasaría las festividades de fin de año en la cárcel, y que ahí podría quedarse por un plazo indeterminado, aceptó prestar la delación premiada. En febrero habló, y luego fue liberado. Aguarda el juicio en casa.

Tan pronto se supo que Amaral había aceptado la delación premiada, los cimientos del mundo político de Brasilia temblaron. Su bien merecida fama de experto en malos negocios hizo disparar alarmas por doquier. Al mismo tiempo, saltaba la pregunta: ¿cómo pudo Dilma aceptar semejante figura como líder del gobierno en el Senado?

La respuesta es sencilla: porque, además de hábil articulador y buen negociador, él conocía los secretos más pesados tanto de sus colegas del PT y aliados de ocasión como de la oposición, a cuyos cuadros perteneció. Su ingreso al PT, en 2002, se debió a que quiso contender a un puesto en el Senado por su provincia natal, y su entonces partido, el mismo PSDB de Cardoso y Aécio Neves, le negó la postulación. Se convirtió en militante del PT y listo.

Lo que semejante tránsfuga pudo haber dicho a la policía es algo capaz de derrumbar no sólo al actual gobierno, sino a toda la república. Por eso la tensión que sofocó Brasilia desde que el habitual (y altamente ilegal) goteo de detalles de su delación premiada alcanzó a la prensa golpista.

Este martes, cuando la Suprema Corte homologó la delación premiada y suspendió el desmoralizado sigilo que encubría su contenido, la bomba explotó sobre Brasilia.

Los términos de la delación premiada fueron manipulados a lo grande por los medios de comunicación involucrados en el complot cuyo objetivo es liquidar el gobierno de Dilma Rousseff y, de paso, fulminar a Lula da Silva. Ocurre que esa misma delación premiada alcanza a medio mundo. Aécio Neves, por ejemplo, cabeza más visible del movimiento golpista, aparece en un papel destacado. Lula da Silva, Rousseff, el vicepresidente Michel Temer, los presidentes de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, y del Senado, Renan Calheiros, aparecen al lado de ex ministros tanto de Lula y Rousseff como de Fernando Henrique Cardoso, y muchas otras figuras de relieve del atribulado escenario político brasileño. Queda claro que la corrupción es algo estructural, no fue inventada por el PT. Al contrario: al PT se debe que las investigaciones lleguen a fondo. Todo eso queda claro.

Lo más grave, sin embargo, es que Amaral denuncia que Rousseff intentó poner obstáculos a las investigaciones. No hay ningún indicio concreto, como en otros puntos de la delación premiada.

Ninguna de esas afirmaciones tiene, por ahora, efecto jurídico. Pero su peso político ya se hizo sentir, y es fuerte.

Todo esto explota el mismo día en que Lula da Silva habría aceptado asumir el puesto de secretario de Gobierno. Hasta bien avanzada la noche no había más que rumores sobre una eventual marcha atrás del ex presidente o sobre su nombramiento.

Lo que sí se puede afirmar es que hasta que se difundió el contenido de la delación premiada se había llegado a un acuerdo. Lula asumiría un puesto de rango ministerial, sin responsabilidad administrativa, y de hecho asumiría la coordinación del gobierno, nombraría ministros, diseñaría una nueva política económica, en fin, asumiría efectivamente el vacío político –y de poder– creado por Dilma.

Para Lula, aceptar un ministerio significa asegurarse el privilegio constitucional de ser procesado únicamente por el Supremo Tribunal Federal. Estaría libre, por lo tanto, de la saña mediática de un juez de provincias cuyo objetivo evidente es llevarlo a la cárcel, por la razón que sea.

Por otro lado, pasaría la imagen de alguien que, presionado por la justicia, optó por acogerse a los beneficios de un puesto que lo saca de las garras implacables del cowboy de las leyes.

A la vez, tenerlo como coordinador y articulador político sería la última defensa para impedir el triunfo del golpe institucional destinado a destituir a Rousseff. Frente a ese cuadro, la presidenta se conformó con pasar a la condición de jefa de Estado, dejando a Lula las funciones de jefe de gobierno.

Y entonces, explotó la bomba de ayer. Hasta altas horas de la noche ninguna noticia nueva –y fiable– surgía de la reunión entre Lula y Rousseff en el Palacio da Alvorada, residencia presidencial.

Atónito, el país espera por la bomba de hoy. O la de mañana. O del domingo: nadie sabe qué esperar, ni cuándo.

Luego de casi cinco horas, terminó, alrededor de la medianoche en Brasilia, la reunión entre Dilma, Lula y un grupo muy reducido de asesores de ambos lados (los dos ministros convocados por Rousseff son, y no por casualidad, los que fueron indicados –manera delicada de decir impuestos– por Lula).

Ninguna conclusión. Seguirán hablando mañana.

O sea: la agenda presidencial de Dilma es dictada por Lula...


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