Fernando Camacho Servín
Foto: Jesús Villaseca
La Jornada Maya

Ciudad de México
Jueves 21 de septiembre, 2017

Sin esperar a que los soldados, los policías o alguna otra autoridad les dijera qué hacer, miles de personas salieron de sus casas a los pocos minutos de ocurrido el temblor del pasado martes, e hicieron realidad de nuevo –como hace 32 años exactamente– el fenómeno de la solidaridad instantánea: esa que te indica qué hacer sin seguir las instrucciones de nadie.

La primera sacudida del temblor de magnitud 7.1 situó de golpe a miles de capitalinos en lo que parecía una broma macabra: el repetir las escenas de terror de quienes sienten bullir la tierra bajo sus pies, el estupor de ver edificios colapsados, el regreso de un recuerdo que nadie quisiera evocar. Y todo ello, otra vez, en un 19 de septiembre. Pero al igual que ese mismo día de 1985, la gente tardó apenas unos minutos en empezar a organizarse para hacer frente a la tragedia. Uno de los lugares que atrajo como un imán la solidaridad de miles de personas fue la escuela Enrique Rébsamen, en Tlalpan, donde decenas de niños quedaron atrapados, y al menos 21 de ellos perdieron la vida.

Ya durante las últimas horas de la tarde del martes, empezaron a llegar auténticas caravanas de autos cargados de botellas de agua, sándwiches hechos a toda prisa, café, frutas. De repente aparece por ahí una mujer con una gran bandeja de pan dulce para quien quiera tomar alguno. Sin preguntar nada, sin esperar nada a cambio.

[b]Los puños en alto[/b]

De inmediato, se forman largas filas de hombres y mujeres que van sacando cubetas llenas de escombros –que echan en carritos de supermercado– y las hacen volver para sacar de nuevo más trozos retorcidos de metal, tabiques rotos, concreto.

De voz en voz se va pasando la información de lo que necesitan los rescatistas: "¡traigan cuerdas!", "¡hacen falta polines!", "¿quién tiene esmeriles para cortar varilla?". Y así como se informan a gritos de estas necesidades, también se hace un silencio total gracias al gesto de alzar ambos puños en alto, que se ha vuelto todo un símbolo de solidaridad y disciplina.

Después de las horas de angustia y ansiedad de la noche del martes, al día siguiente la ciudad despierta con lentitud, todavía sin saber si lo que vivió fue cierto. Pero casi de inmediato vuelven a cobrar vida los intentos de ayudar en todos los sitios donde hace falta.

Para Carmen Esquivel, dueña de un pequeño restaurante en la colonia Obrera, su forma de ayudar es permitirle a quien lo necesite que use su baño y cargue su celular en su casa. Sobre todo si son los rescatistas y voluntarios que remueven los escombros de la fábrica ubicada en la esquina de Chimalpopoca y Bolívar, que se vino abajo en segundos.

Billy, el cocinero de la fonda de doña Carmen, recuerda que en cuanto vio caer el inmueble, no pensó dos veces en subirse a quitar tabiques para sacar a los obreros atrapados ahí.

"Cuando me di cuenta, ya estaba trepado, porque yo siento que si estuviera allá abajo, me gustaría que alguien me rescatara, me echara la mano", cuenta. Son razones sencillas, pero que movieron a miles.


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