Paul Antoine Matos
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Nacional

Mérida, Yucatán
Sábado 22 de octubre, 2016

El mundo de Martha Chapa no es plano. Es redondo, jugoso, lleno de agua y vida. Ahí se encuentra la pasión, el amor, la concordia, la discordia. La humanidad misma. El mundo de Martha Chapa es una manzana.

Considera que la palabra y la creatividad es lo más grande que posee el ser humano para expresarse. Por eso resalta la medalla de oro que le entregó ayer el Festival Internacional de la Cultura Maya (FICMaya), en Yucatán, junto a Stella María González Cicero, Maricela Lara, Sara Poot, la recientemente fallecida Beatriz Rodríguez Guillermo y Marcela del Río.

Acepta que se formó gracias a las mujeres. A su madre, María Estela Benavides, quien falleció hace tres meses y con quien desea compartir esa presea, a sus tías paternas, que le enseñaron la pasión por la gastronomía y el arte.

“Ser mujer es fácil y complicado a la vez. En México, por el machismo, es una proeza ser mujer… a las mujeres les faltan muchas cosas”, señala.

Lo mismo sucede con los pueblos originarios, indica. Luchan por un país con más justicia, un México en el que aún falta alcanzar la justicia social con los y las indígenas. Existe un desequilibrio, una inequidad.

Por donde pasa, Martha Chapa deja semillas de manzana en el piso, a través de su pintura y su experiencia, como en el Gran Museo del Mundo Maya, en el que los trazos de corazón conviven con la arqueología prehispánica. El árbol lleva 45 años dando los frutos del Paraíso.

[b]El cuaderno y los lápices[/b]

Con sus trazos, el pincel se convierte en un bisturí que corta la piel de la manzana para llegar a su corazón. Martha Chapa nació hace 70 años en Monterrey, Nuevo León. Su juventud fue una etapa de constantes cambios y adaptaciones. Pruebas a superar.

En pocos años, entre los 15 y 20, se desempeñó de secretaria, vivió en Nueva York, se casó, su padre falleció, tuvo dos hijos, cursó la preparatoria, la carrera de medicina, la abandonó y estudió arte. Fue un momento en el que su fuerza y temperamento, herencia de su madre, le permitieron seguir sus sueños.

Quiero ser Martha Chapa, se decía. En entrevista, comenta que ella estaba decidida a ser alguien, a ser ella misma, aunque desconocía el alcance de sus palabras. En Nueva York, relata, se encontró con el reto cultural, del idioma y de una ciudad tan cosmopolita como liberal y artística. Una Babel moderna, señala.

En su retorno a México su vida cambió de manera considerable. La muerte de su padre, estudiar medicina –carrera en la que las mujeres de los años 60 del siglo pasado tenían escasa cabida–, dos hijos provocaron en ella un esfuerzo físico enorme que generó una enfermedad renal.

Debió guardar reposo. En ese descanso obligado retomó una pasión empolvada: el cuaderno y los lápices. El arte regresó a su vida, después de que de niña pintara en sus libretas. Se dio cuenta de que tenía que seguir los pasos de mi destino.

Al ser consultada sobre qué soñó ser y si lo ha logrado, responde: “Estoy caminando para ello, no lo he alcanzado, pero estoy en el intento. Falta mucho para ser más y mejor; un ser más completo, pleno y justo. Más yo. Más Martha Chapa".

[b]Señal de cariño paterno[/b]

Martha Chapa viste un saco que la protege del frío yucateco. No hace frío, incluso ella siente el calor de Mérida. Suda, a pesar de estar dentro de un hotel cercano al Paseo de Montejo. De sus orejas cuelgan dos aretes. El pendiente derecho es redondo y verde; el izquierdo es su gemelo, sólo que en rojo. Manzana verde y manzana roja.

Su pasión por ese fruto, cuenta, surgió cuando era niña. Al trabajar su padre de urólogo, salía a altas horas de la noche cuando ella ya dormía. Lo extrañaba, y él pedía comprensión. Martha pidió una señal del cariño paterno, como la historia de un hilo que leyó en algún libro.

Trasnochado, el padre de Martha Chapa salió del consultorio y enfrente vio una frutería abierta, La Victoria. Eligió las manzanas, como muestra de su presencia.

“Era un rojo y encarnado mensaje de su amor –reconoce décadas después–; en mi inconsciente quedó impregnada la manzana.

En una manzana está encerrada la vida misma. La misma mujer obtiene su primer nombre de la manzana. En ella está la concordia, la discordia, el amor, la tentación. La humanidad misma. La vida.

Entonces en su obra y pinturas, ¿pela la manzana y la abre? Responde: La he ido desentrañando, descubriendo. La anatomía de la manzana no es sólo la piel, sino es el mismo corazón. Más allá de ser una fruta, es estar frente a un misterio.

Se le pregunta por el árbol, el manzanero que en Yucatán ofrece frutos en forma de música: Armando Manzanero. Contesta que es como un árbol del bien, con su poesía, armonía, saberes y sabores. Es un árbol sagrado de la poesía.

La conversación gira en torno a su vida y su visita a Yucatán. Llegó el jueves en un vuelo atrasado dos horas y se irá el domingo. Su otra pasión, la gastronomía, le hace reconocer a la sopa de lima como uno de sus platillos preferidos en la península, porque en Yucatán se encuentra la cúspide de la gastronomía.


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