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del

Pedro Bracamonte y Sosa*
Foto: Archivo
La Jornada Maya

Miércoles 18 de diciembre, 2019

Un mercado de la tierra surgió en Yucatán en los años sesenta del siglo pasado. Primero en los alrededores de la ciudad de Mérida que iniciaba su próspero crecimiento urbano. El origen fue la tierra de los ejidos comarcanos en los que el henequén fue abandonado por causa de sus bajos precios internacionales y otras razones. Consideradas tierras improductivas para otros cultivos comerciales y para la milpa de subsistencia, una opción para paliar el hambre crónica de los ejidatarios fue la venta simulada de pequeñas y grandes parcelas. Los compradores fueron familias necesitadas de vivienda urbana pero sobre todo políticos y empresarios adictos a la usurpación y especulación. La complejidad de esas transacciones simuladas que los hacían pasar por campesinos no duró mucho siguiendo el ejemplo de las composiciones de la época colonial. Y posteriormente el programa neoliberal Procede abrió las puertas para hacer del ilícito adquisiciones francas y legales. Desde entonces, Mérida navega en un mar de especulación inmobiliaria que es la que define su pésima urbanización por el sendero del dinero y las ganancias.

Hasta aquí, la idea de ejidatarios despojados de sus tierras, privatizadas para centros comerciales y fraccionamientos es una certeza. Tierras comprada a centavos y vendidas a cientos o miles de pesos por metro cuadrado. Postulado verdadero, sin lugar a dudas.

Pero si miramos en la larga historia de la propiedad de la tierra en Yucatán desde al menos 1450 y hasta finales del siglo XIX, la idea de las tierras comunales mayas resulta una falacia. El equívoco proviene de una famosa referencia que hiciera fray Diego de Landa en su [i]Relación de las cosas de Yucatán[/i], al afirmar para el siglo XVI que “Las tierras, por ahora, son del común y así el que primero las ocupa las posee”. Este párrafo se ha tomado como la prueba definitiva de un modelo comunalista de posesión territorial y de organización social. Incluso como una aspiración histórica del pueblo maya y de sus asentamientos.

Nada más que existen pruebas abundantes, certeras, positivas y contundentes para afirmar que la propiedad maya estaba fincada -en buena medida- en las manos privadas de los linajes o chibales. Sólo en sentido amplio de nación, esto es, de jurisdicción política se percibe unidad en la territorialidad, como si dijéramos, por ejemplo, las tierras de la nación mexicana. Pero dentro de esa jurisdicción la propiedad, debidamente dicha, tendía a estar fraccionada en posesión de los linajes que, por tanto, excluían a la población del común de ser dueños de la tierra.

[b]Pruebas históricas[/b]

¿Tienes pruebas, autor? Sí. Las que suele ofrecer la práctica de una historia fundamentada en información empírica obtenida, en este caso, en diversos archivos. Veamos un ejemplo contenido en los papeles de la hacienda Tabi. En 16 de marzo de 1569 ante el teniente Gaspar Pantí y el escribano Francisco Kantún y otros testigos se amojonaron montes de una familia del apelativo Pox en la demarcación del señorío de Maní. El nombre en maya prehispánico del titular refiere la continuidad de la forma de tenencia: “Y cuando Na Dzul Pox se vino a demarcar el circuito de sus montes empezaron a poner las mojoneras de ellos”. Sigue la demarcación y se especifica que: “se concluyó la mensura de los montes de Na Dzul Pox de esta vecindad y luego se le dieron para cuidar a Juan Kumún porque Juan Pox estaba muy viejo y entonces éste le dijo: cuida estos mis montes y cuando mis descendientes puedan por sí cuidarlos y poseerlos capaces de entendimiento, se los entregarás como ahora te los he entregado”.

Dueños de sus montes, los Pox y sus descendientes procedieron a venderlos a la hacienda Tabi, con la asistencia y vigilancia de las autoridades nativas y españolas. Más claro sólo el agua de cenote. Al decir montes se refiere desde luego también a la raíces de la vegetación y al medio en el que se encuentran. Lo más interesante es que el Archivo Notarial de Yucatán, en el General del mismo Estado donde se encuentra, en los títulos de propiedad de las haciendas como el de Tabi, ubicado en Tulane, y en otros repositorios la luz liberadora de la historia hace su trabajo. [i]Emancipa de la ignorancia y de la ideología; tanto de lo que no es, como de lo que quisiéramos que fuere[/i].

Sucedió que los linajes mayas eran propietarios de tierras, de manera que desde el siglo XVI los conquistadores se encontraron con esa realidad y se percataron que no tendrían que suplicar a la corona de España por mercedes (dádivas) de tierras, pues podían adquirirlas de una manera legal y mutuamente aceptada mediante el mercado. En su interés jugó el carácter proteccionista de esa corona sobre los naturales que, entre otras cosas, les reconoció, en la legislación indiana, la propiedad natural y positiva de sus haberes como la tierra. Si bien los linajes se fueron fracturando con el tiempo sustituidos por las familias ampliadas, sus tierras siguieron ese mismo derrotero fraccionandose de tierras de chibales a tierras propiamente particulares. De manera que las ventas se multiplicaron en esas dos vertientes. Entonces, está claro que la transición de las tierras de manos originarias a las de los españoles se realizó en Yucatán por medio del mercado: entre auténticos dueños que recibieron recursos monetarios a cambio en las transacciones.

Hay que añadir, sin embargo, algo demasiado importante para dejarlo de lado. El origen y motor de la necesidad de vender la tierra. Y este es la penuria y el hambre crónica. Por deudas de tributos y limosnas, por los servicios personales y, en general, por ser explotados los mayas no tuvieron más opción que desprenderse de su propiedad.

Se pueden postular dos conclusiones: durante la mayor parte de su historia los mayas usaron de la propiedad privada de linajes, y cuando en el mercado se encuentran dos agentes desiguales en poder se abre el camino para la usurpación, así sea cometida por medios legales.

*Investigador del CIESAS-Penisular.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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