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José Juan Cervera
La Jornada Maya

Miércoles 13 de noviembre, 2019

Bien se conoce la dificultad de captar equilibradamente las particularidades que conforman el espíritu unitario de una obra vasta y heterogénea. Circunstancias como éstas hacen preciso desarrollar una atención esmerada que formule preguntas y escudriñe sin reservas con la expectativa de avizorar el deleite que la voluntad estética trae en sus alforjas.

El maestro Roldán Peniche Barrera, con decenas de libros publicados, vuelca el caudal de su creación literaria en géneros como la crónica, el ensayo, la novela y el cuento, pero también ha publicado poesía de una calidad notable. En [i]Versos de luna negra[/i] (2002) reúne textos que en su mayoría están fechados en diversos meses de 1997, con ajustes en años posteriores que también se señalan: 1998, 2000, 2002; estas referencias cronológicas sugieren una idea, así sea vaga, del proceso en que los poemas se gestaron y alcanzaron su maduración.

Son páginas que recrean las vivencias del autor en suelo estadunidense, donde residió durante una década; en ellas recoge también las resonancias de la tierra nativa, de sus gestas históricas y del peso de sus infortunios, aunque guarda por igual el sabor intransferible de sus atmósferas y sus costumbres. Es una voz ágil y sobria que expresa su vitalidad moderna con la fuerza de valores compositivos que no expiran en el paso de una generación a otra, porque evita articularse con recursos vacuos y desabridos.

Los poemas están formulados en primera persona. El hablante lírico describe lo que lo hiere y lo regocija. Por eso, mientras algunos versos transmiten desasosiego, otros tintinean con un humor que distiende el ánimo y retoza bajo las miradas de simpatía de sus lectores.

La luna vierte sus reflejos en densidades negras o entre matices rojos, y para ello reclama escenarios nocturnos sea para avistar la cripta de César Vallejo, para deslavar rostros o para proclamar el acecho de los lobos; con mayor ardor, cederá su superficie para que Venus extienda las pasiones que cuelgan de su ceibo frondoso. Pero la mañana también brinda su luz para ejercer el sacerdocio del culto solar como Zaratustra, como Nachi Cocom en una de las innumerables facetas que su letanía echa a andar entre los siglos; las horas diunas dan margen para llevar la cuenta de los desdenes recibidos en las calles de San Francisco, en California y animan a sumar los vuelcos del tiempo inventado para enmascarar los miedos y atajar los extravíos de la Nada.

El poemario reserva estaciones gozosas, como las que enmarcan [i]Las noches del Club Rand’s en siete tiempos[/i], o las bellas [i]Historias de mi calle[/i] que el autor compone en prosa para dedicarlas a su amigo Gaspar Gómez Chacón, en las que evoca a los emigrantes del tráfago cotidiano engullidos en la ausencia que propaga el olvido: “Se fueron los perros de los chinos de la lavandería de la esquina: uno era completamente blanco y el otro negro del todo; para los vecinos maniqueos simbolizaban el bien y el mal.”

Así resulta que la estancia entre neones y edificios foráneos se ve impedida de anular las apetencias que acoge la ciudad natal, fuente misma de las intuiciones que llevan al poeta a vislumbrarla como asiento postrero de su voz sustantiva, de su radiante sensibilidad.

[i]Roldán Peniche Barrera. Versos de luna negra. Mérida, Compañía Editorial de la Península, 2002. 55 pp.[/i]

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