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Julio Hernández López
La Jornada Maya

Lunes 4 de octubre, 2019

Con las declaraciones del general Carlos Demetrio Gaytán Ochoa como preocupante telón de fondo, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) dio un paso especialmente controvertido al hablar con todas sus letras, y con un amplio contexto histórico (aun en el reducido mundillo de los mensajes de lo que se suele llamar redes sociales), del riesgo de un golpe de Estado.

Palabras mayores, sin duda. Tanto que, al otro día de haber colocado por medio de Twitter tal cuestión tan perturbante en la mesa de la discusión pública, el propio AMLO emitió un mensaje, también por la vía cibernética, en busca de suavizar su impacto e incluso retirar tal tema preventivamente del escenario (vamos bien y no hay nada qué temer). Lo cierto es que el asomo de tan indeseable concepto en el agitado menú de la discusión colectiva no puede ser borrado o desalojado ni siquiera por la decisión o intención del emitente original: así como suele decirse, con base en la historia, que lo difícil no es sacar a los militares de los cuarteles sino regresarlos a ellos, podría decirse que lo difícil no es hablar de golpe de Estado en un momento histórico determinado sino retirar tal tópico del tablado nacional tan enardecido en ciertas zonas.

Con un gran respaldo popular (del cual dan cuenta los estudios demoscópicos siempre dispuestos a cambiar de aires y resultados conforme convenga a los empresarios de ese ramo), el presidente López Obrador enfrenta una difícil situación económica y financiera, por causas internas y externas; la desesperación de sus opositores centrales, que no encuentran vía política para dar cauce pacífico a sus intenciones de frenar el curso de la autodenominada Cuarta Transformación; los errores propios, en Palacio Nacional y sus extensiones ejecutorias, en cuanto a concepción y ejecución de políticas públicas, de comunicación social e idoneidad del gabinete en general; las escandalosas pugnas al interior del partido, Morena, que debería ser sólida instancia de apoyo y respaldo a su fundador y máxima figura determinante; y, en precipitada sucesión de acontecimientos, especulaciones, enigmas y declaraciones públicas, la complicación de las relaciones entre el poder civil y ciertos segmentos cupulares del militar a causa del operativo fallido de Culiacán, Sinaloa, pero no sólo por este hecho aislado.

En ese contexto multifactorial, agitado y peligroso, tiene particular relieve la relación del obradorismo con los militares. El Presidente de la República hizo desaparecer el máximo cuerpo de élite de ese ámbito, el Estado Mayor Presidencial; llegó a decir, en entrevista con [i]La Jornada[/i], que si por mí fuera, yo desaparecería al Ejército y lo convertiría en Guardia Nacional; declararía que México es un país pacifista que no necesita Ejército y que la defensa de la nación, en el caso de que fuese necesaria, la haríamos todos y ha entrado en terrenos sumamente polémicos respecto a las fuerzas armadas a partir del intento fallido de detención de Ovidio Guzmán López, hijo de El Chapo.

Las discordancias llegaron a extremos públicos inéditos: el actual secretario de la Defensa Nacional (Sedena), Luis Cresencio Sandoval, y cientos de oficiales del más alto rango, en días pasados escucharon del general Gaytán Ochoa (quien, durante el calderonismo, fue jefe del Estado Mayor de la Sedena y subsecretario) las palabras de mayor carga política, ideológica y opositora del poder en turno que en una reunión militar se han escuchado a lo largo de décadas de estabilización institucional posrevolucionaria.

El discurso del general Gaytán, y la adhesión abierta o encubierta de los segmentos opositores, es un amago inaceptable y una injerencia militar en asuntos civiles que, junto a otros ingredientes inocultables, permiten considerar con seriedad que se estén maquinando opciones de fuerza contrarias al obradorismo, incluyendo como opción extrema la del uso de militares insurrectos. ¡Hasta mañana!

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